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23-04-2012.

Al chato Patrocinio Juárez le sorprendieron aquellos golpes nerviosos en los vidrios del ventanuco, cuando estaba bajo el cuerpo de la india Libertad Yambé Dosamantes. Los primeros no los oyó. Los segundos los escuchó como en sueños, como si resonaran en el interior de aquella bóveda cobriza y caliente que el pesado y largo cuerpo de la india Libertad formaba sobre él.

El chato Patrocinio tenía la mente turbia, la cabeza abombada, le zumbaban los oídos y en las sienes tenía clavados los alfileres de la migraña que le había alojado el alcohol y que no le aliviaban ni las cafiaspirinas, aunque se las tomara de tres en tres. Pero, a pesar de los alfilerazos, no soltaba la presa del jugoso y granulado pezón del pecho izquierdo de la india Libertad, con el que se había quedado dormido en la boca. Siempre que se acostaba con la india Libertad acababa agotado, borracho y encamisado por un sudor frío, y luego solía dormirse plácidamente como un mamón de pocos meses, arropado por aquella arquitectura vigorosa de huesos y carne y piel cobriza.

El chato Patrocinio Juárez y la india Libertad dormían en cueros. No tenían reparos. Les daba igual que fuera invierno o verano, con las lluvias de octubre o las de marzo, soplaran los vientos o permanecieran calmos. A veces, la montaba como a una yegua, enterrándole entre los muslos su vergajo enhiesto y duro, mientras con su lengua gorda y asperona le lamía la espalda y los sobacos. Libertad Yambé no se atrevía a voltearse, para que el fuego negro de los ojos escarabajos del chato Patrocinio no le achicharraran la cara.

A la tercera vez, los golpes se hicieron más recios y urgentes. Más de incomodo. Luego sonó, en la calle desierta, el silbo del pájaro de los nueve cantos. Era, sin duda, la contraseña convenida. Después del silbo, el silencio. Al levantar la cabeza, el chato Patrocinio sintió un peso grande en la nuca, como si tuviera una piedra del río colgándole de la huesera, y volvió a descargar la cabeza sobre el sucio colchón de farfolla.

—¿Qué me querrán esos hijos de mil judas nomás a estas horas? —rezongó agrio y pastoso, terminando, al fin, de sacar la cabeza por debajo del brazo de la india Libertad—. ¡Pinches pendejos! Esta vida es puro carajo pa solo cuatro chavos.

La mujer gruñó como un animalillo destetado, sin despertarse, de tan bien mamada como estaba, y se giró al otro lado del camastro maloliente y derramó su abundosa y bravía cabellera por la almohada sin funda. Un brazo le quedó colgando; lacio, largo, como un riachuelo perezoso. No se preocupó de cubrir sus nalgas ni sus largos y oscuros muslos.

El chato Patrocino Juárez apretó la perilla, colgada al final de un manoseado cordón enredado en los hierros del cabezal de la cama. Se prendió una luz raquítica y amarillenta en una bombilla floreada de cagadas de moscas, que colgaba del techo. Aquella llama apenas si iluminó el cuarto ratonero, adonde dormían el chato Patrocinio y la india Libertad. Sobre la destartalada mesilla, que renqueaba de una pata, estaba el prendedor de alfiler largo con el que la india se recogía siempre el pelo rebelde en un moño de cola de golondrina. Y un par de rosas silvestres, que le había llevado el hombre como obsequio, definitivamente muertas. Desde que un día vio en un periódico atrasado la foto de Frida Kahlo, la india decidió peinarse como ella; y, cuando se festejaba un santo o una sonada, solía poner en su rostro pigmentos azules y verdes y un rebozo por sus hombros, como los de Frida.

A un lado y otro del camastro aparecían tiradas botellas vacías y en las losas gastadas persistían pequeñas manchas de restos de alcohol. A los pies, habían quedado el vestido estampado que en dos jaladuras deshojó Patrocinio Juárez del cuerpo de la india Libertad, la camisa sudada y descolorida y los calzones del hombre. Del lado en que dormía la india Libertad Yambé, como alfombrilla, se encontraba una manta navaja llena de garras, con agujeros en los que cabía un puño bien cumplido. Junto a un arcón con ropa de zafarrancho, del que asomaban lenguas de trapo, estaba el sarape descolorido que Patrocinio se echaba como gabán las noches de frío.

Sobre un revoltijo de ropa maloliente dormía Angélica, la gata blanca y negra, torpe y preñada, que era la verdadera dueña de aquel cuarto. En Río Negrón corrían los pronuncios de que el chato Patrocinio Juárez tenía embelesada a la gata. Era el dueño de su alma felina. Un alma del color de los ratones. Y murmuraban que la dejaba preñada con solo mirarla fijamente a sus ojos anaranjados. También decían, pero eso nunca se llegó a comprobar, que lo hacía porque le gustaba el guiso de cachorrillos y saltear los frijoles con sus ojos.

Por todos estos murmurios y otros más oscuros, las mujeres de Río Negrón, desde niñas, no por recato o virtud sino por miedo a la preñez, abajaban sus ojos al suelo cuando se encontraban de frente con el chato Patrocinio Juárez. Solo las ciegas, las viejas y las secas aguantaban sin pestañear y sin sentir alboroto alguno en sus entrañas ante aquella mirada estrecha y negra con negrura de escarabajo.

Contra una de las paredes del cuartucho, para tapar las manchas de humedad, se mal sostenía un armario a la guarda, con una puerta descuadrada, unos goznes que graznaban, dos cajones sin tiraderas y una luna de espejo roto y con el azogue cuarteado. Y, en un rincón, permanecía un aguamanil de loza desportillada y un jarro de latón con agua junto a una silla de respaldar de palo y con la palma mal tejida y desculada.

juralopez42@msn.com

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