Viaje al “Imperio del sol naciente”, 16

11-04-2012.

Visitar un edificio japonés de signo religioso es, a menudo, sinónimo de sumergirse en un lugar heterogéneo en árboles, arbustos y matorrales, bambús, lagunillas y mínimos arroyuelos, rocas, pedrezuelas, guijarros y arenilla, musgo como ondulada alfombra verde transitado por cortos senderos sinuosos, y el conjunto concentrado en un espacio relativamente reducido y abrupto que produce un cierto vértigo, cuando lo vemos reflejado en las aguas estancadas como un diminuto archipiélago.

Con frecuencia, el jardín japonés no sólo intenta reproducir la Naturaleza en miniatura (montañas, lagos, ríos, bosques…), sino que además pretende interpretarla e idealizarla limitando los artificios. Son los llamados «jardines naturales». En este contexto, hay que tener en cuenta las nociones de perspectiva, estética, colorido y luminosidad, como también las estaciones del año. Como nuestra visita se situaba a fines de otoño, los «jardines naturales» que rodeaban los templos estaban repletos de colores en sus diferentes tonalidades, que van del verde al amarillo, del anaranjado al ocre, pasando por el rojo vivo de los numerosos arces, cuyas hojas parecían carbones encendidos en el aire o acuarelas disueltas en el espejo de los estanques. Los cerezos, ciruelos, arces y pinos suelen erigirse en bóveda protectora del conjunto.

En la primera foto se puede contemplar parte de un jardín «natural» con esa variada gama de colores reflejada en la lagunilla. En la segunda, con un fondo de verde oscuro y llamarada de arces, se puede apreciar la mirada divertida de Angèle a la entrada de un jardín, observando a Anouschka flanqueada por cuatro sonrientes geikos o quizás sencillamente chicas engalanadas con el tradicional atuendo festivo.

Los jardines más conocidos –y no por ello menos sorprendentes– son los llamados «jardines secos» o jardines Zen, compuestos exclusivamente por rocas, musgos, guijarros, gravilla de variados tamaños y arena blanca. Su indiscutible desnudez y simulada espontaneidad son artificios que pueden representar diferentes aspectos relativos a la naturaleza o a la religión.

En la foto, se puede ver cómo en este «jardín seco» se ha simulado al propio Fuji-Yama nevado.

Para los visitantes, particularmente para los autóctonos, este tipo de jardines se convierte en un espacio de serenidad, contemplación y meditación.

Aunque no de manera exclusiva, tanto los «jardines naturales» como los «jardines secos» suelen formar parte de un conjunto, cuyo protagonismo recae sobre los edificios de carácter religioso y, especialmente, dentro o fuera de ellos, en los imponentes budas (dioses), llamados Daibutsu. En los medios turísticos, existe una especie de competición acerca de recomendar a los viajeros que visiten el buda más alto, el más pesado, el más antiguo, etc. Por mi parte, puedo decir que lo que me impresionó, durante las visitas de aquel día y las de los días siguientes, no fue el colosal físico de estas estatuas, sino esa actitud placentera, sosegada, serena y pacífica de todas ellas; actitud que invita a la meditación aplacible y al suave recogimiento.

Actitudes de imágenes que contrastan enormemente con las que nosotros hemos heredado de nuestra religión. Por puro azar, escribo estas líneas en plena Semana Santa; y también por pura curiosidad estaba releyendo estos días las Memorias de Pablo Neruda, tituladas «Confieso que he vivido». En el Capítulo 4, tiene un apartado dedicado a «Los dioses recostados», en donde recuerda su estancia en los países del Extremo Oriente. A continuación, copio de Neruda lo que creo que viene a cuento:

«Por todas partes las estatuas de Buda… Las severas, verticales, carcomidas estatuas […]. O bien las yacentes, las inmensas yacentes de cuarenta metros de piedra, de granito arenero […]. Dormidas o no dormidas. Ahí llevan cien años, mil años, mil veces mil años… Pero son suaves, con una conocida ambigüedad metaterrena… Y esa sonrisa de suavísima piedra, esa majestad imponderable hecha, sin embargo, de piedra dura, perpetua, ¿a quién sonríen, a quiénes sonríen sobre la tierra sangrienta? […]. De alguna manera pensamos en los terribles Cristos españoles que nosotros heredamos con llagas y todo, con pústulas y todo, con cicatrices y todo, con ese olor a vela, a humedad, a pieza encerrada que tienen las iglesias… Esos Cristos también dudaron entre ser hombre y dioses… Para hacerlos hombres, para aproximarlos más a los que sufren, a las parturientas y a los decapitados, a los paralíticos y a los avaros, a la gente de las iglesias y a la que rodea las iglesias, para hacerlos humanos, los estatuarios los dotaron de horripilantes llagas, hasta que se convirtió todo aquello en la religión del suplicio, en el peca y sufre, en el no pecas y sufres, en el vive y sufre… Aquí no, aquí la paz llegó a la piedra… Los estatuarios se rebelaron contra los cánones del dolor y estos Budas colosales, con pies de dioses gigantes, tienen en el rostro una sonrisa de piedra que es sosegadamente humana, sin tanto sufrimiento…».

Unos años antes, nuestro paisano andaluz, don Antonio Machado, escribía aquel poema titulado «La saeta» que empieza así:

¡Oh, la saeta, el cantar
al Cristo de los gitanos,
siempre con sangre en las manos,
siempre por desenclavar!

Cantar del pueblo andaluz,
que todas las primaveras
anda pidiendo escaleras
para subir a la cruz!

Y termina con esta redondilla:

¡Oh, no eres tú mi cantar!
¡No puedo cantar, ni quiero
a ese Jesús del madero,
sino al que anduvo en el mar!

Tras el recorrido del «Paseo de la Filosofía» y la visita a sus jardines, templos y otras curiosidades, entre las que se contaban tiendas de regalos y estupendos chiringuitos en donde pudimos apaciguar tanto el viejo gusanillo del apetito como la curiosidad por saborear platos japoneses, decidimos volver al barrio Gion para presenciar una pieza de teatro tradicional japonés en la que se incluía la famosa “Ceremonia del té”.

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