Así que, incumpliendo la que hice, voy a escribir algo sobre el caso de la niña encerrada y los padres que han protagonizado brevemente la actualidad nacional. No sobre ellos, obviamente, sino sobre lo que revela.
Llegado el momento de la desesperación a un límite tal vez difícil de soportar, un padre toma la determinación de retener a su díscola hija en una vivienda que posee. Deberíamos pensar que para protegerla. Salvo casos excepcionales de intencionalidad criminal (que se dan), no es posible ni aceptable que se dé por cierta tal intencionalidad a la totalidad de los progenitores que adoptan medidas disciplinarias contra sus vástagos. En este aspecto estamos, en esta deformación de la tutela paterna, en esta aberración legal (pues en ley se determina).
Como consecuencia de un determinado pensamiento, supuestamente progresista, que es más bien un subterfugio para zafarse de la propia responsabilidad que como padres y educadores tenemos, como responsables primarios y fundamentales de nuestros hijos, se opta por criminalizar todo acto tendente a encauzar la educación de los niños, cuando este acto empieza ya a superar ciertos límites de convivencia equilibrada entre los miembros de la familia. Dejar que los hijos se desarrollen a la buena de Dios, según sus instintos e intereses primarios, en un caos vital, sin orden ni rutinas que les marquen la progresión personal, los límites a los que deben adaptarse, la conducta respecto a sí y a los demás (empezando por los de su entorno) y, desde luego, nunca marcándoles un código moral o ético que los vaya guiando (y no me refiero, aunque también, al derivado de una opción religiosa), ha venido siendo práctica más o menos adoptada por progenitores que, en realidad, han buscado más bien su propia comodidad justificando la sacra libertad de los infantes o no tan infantes.
Como maestro que he sido, me he encontrado en mi ejercicio con casos inconcebibles, en los que los padres daban ya por perdida la partida ante la actitud de sus pequeños hijos, apenas de seis años. El «Es que no puedo con él» era suficiente argumento excusatorio para justificarse la inutilidad (o como he escrito, comodidad) de su propia conducta respecto a la educación de esos hijos. Y el maestro (cualquier maestro que se haya encontrado en estas circunstancias) era el que debía soportar las consecuencias, en el aula, de esa conducta.
Pero ¡ay, de pasarse! en la coerción de los chicos. Al fin y al cabo, se tenía muy claro que, a la postre, quien tenía la autoridad (?) sobre el vástago era el padre o la madre del mismo, y el educador no era quién para ejercerla. Así que, por la lógica de esta ilógica situación, van creciendo las criaturas sin que sobre ellas se ejerciese la más mínima tutela efectiva, faltas pues de referencias en el ejercicio de su responsable libertad.
Viendo tales casos, me preocupaba de contrastar con los padres estas situaciones. Yo utilizaba un argumento que creía de peso:
—¿No ves que, cuando llegue a los catorce años, o antes, te va a echar a bofetadas de tu propia casa? —y así lo decía—.
Todavía no habían salido estos programas televisivos en los que nos muestran casos de supuesto deterioro de la convivencia familiar y que siempre, ¡mire usted qué bien!, tienen final feliz. Pero, aunque sean programas manipulados (porque manipulados están), lo cierto es que nos muestran escenas y casos que en la realidad se están produciendo y cada vez más.
Y lo que ves en ellos es, en principio, el desconcierto de unos padres que ya no entienden lo que les está pasando a ellos, ni lo que les pasa a esos niños o adolescentes. Desconcierto e incredulidad. Luego, el dolor tan inmenso de algunos de ellos. Y uno, deformado por su profesión, advierte que, en realidad, han fallado los padres desde el inicio, aunque ello no quiera decir que no puede salir una criatura que tenga unas tendencias autodestructivas o destructivas de los demás, sin que se derive forzosamente de una errónea conducta paterna.
Y es que vuelvo a argumentos como la dificultad de conciliar la vida laboral con la familiar; las horas en que los niños están faltos de la presencia de sus padres; cuando lo están, la dificultad de estos de atender a los intereses que tiene aquellos; los estímulos extra familiares que el niño recibe por diferentes canales y que los pueden desplazar del ámbito primario de convivencia; la desestructuración, hoy día, cada vez mayor de las familias y la consiguiente dispersión emocional (y no sólo) de los hijos… Todo ello no contribuye precisamente a hacer más fácil la tarea de educar adecuada y eficientemente a nuestros hijos. Es verdad.
Por ello, urge cada vez más un replanteamiento de la situación, que incluye un replanteamiento de la ley del menor vigente y absurda en su idealizada represión del castigo. No argumento que el castigo físico, per se, sea la medida, la meta, la solución a la problemática descrita (como todos sabemos del castigo físico se hizo uso abusivo dentro y fuera del ámbito familiar); pero, cuando una criatura es incapaz de razonar (no le podemos pedir raciocinio cuando lo está creando todavía), de alguna forma habrá que hacerle entender lo que, como autoridad, le queremos indicar (y no es razonando como lo entenderá, porque no razona).
A los padres no les podemos cercenar su derecho y obligación a ejercer su autoridad natural con unas leyes absurdas e inadecuadas. Y en estas estamos.