Para entender mejor la teoría y práctica de la negociación, intentaremos profundizar en la esencia del lenguaje en sucesivas contribuciones.
La pregunta que planteamos hoy es si nuestro lenguaje es un último desarrollo evolutivo de la capacidad de comunicación que observamos en el mundo animal. Tiene mucho que ver con cuestiones claves de la filosofía y de la religión.
BREVE NOTA HISTÓRICA
A principios del XVII, acusado de ateísmo, particularmente por haber comparado al hombre con los animales, el filósofo italiano Lucilio Vanini fue estrangulado después de haberle cortado la lengua. Ese horror sucedió en Toulouse. (¡Las aberraciones a las que pueden llevar los dogmatismos!).
David Hume, en pleno XVIII, propuso aplicar la metodología de las ciencias empíricas a la explicación de los fenómenos mentales. (Pero Hume vivió en una Escocia menos reprimida).
El austriaco von Frisch estudió el siglo pasado un tema aparentemente poco peligroso para el pensamiento dogmático: el “lenguaje” de las abejas. Algo para lo que Darwin ya había preparado el camino con su teoría de la evolución.
Son famosos los estudios de K. Lorenz en pleno siglo XX sobre el comportamiento animal. Pero, a mi ver, es nuestro contemporáneo Edward Wilson el representante más audaz de la socio-biología y el llamado humanismo científico que pretende abolir las fronteras entre los animales y el hombre.
En tiempos recientes, se está estudiando intensamente la inteligencia en los animales, sus sentimientos, su capacidad de aprender, etc. Hasta el altruismo en algunos de sus comportamientos.
¿SE PUEDE HABLAR DE LENGUAJE EN EL MUNDO ANIMAL?
El ejemplo clásico de Von Frisch: una abeja que ha encontrado un botín, vuelve al enjambre y ejecuta una danza cuyas particularidades indican a otras abejas la orientación y la distancia (aunque sean kilómetros) a la que se halla el botín. ¿Se puede hablar de un lenguaje de las abejas?
Para Von Frisch, el mensaje de la abeja que ejecuta la danza implica no una respuesta de la abejas receptoras sino una conducta. Dice Heidegger (Carta sobre el humanismo) que los animales están prisioneros en su Umwelt, el mundo circundante. Podríamos añadir que no llegan a desligarse de él. La capacidad de comunicación de las abejas no conlleva interlocución, sino que provoca una reacción instintiva.
La discusión se centra actualmente en torno a los rasgos específicos del lenguaje humano que supuestamente no se dan en plenitud en la mera comunicación animal:
1. Capacidad simbólica, es decir distinción entre significante y significado. Los signos que vehiculan la comunicación son arbitrarios.
2. Capacidad de transmisión cultural, de una generación a otra, o de un grupo a otro.
3. Capacidad infinita de composición de sus elementos discretos, sílabas, palabras, frases. No carácter fijo e invariante del mensaje.
4. Conceptualización. Es decir sin referencia a un tiempo y un espacio actuales y concretos.
5. Posibilidad de referencia metalingüística, teniendo como objeto el propio lenguaje. (Ejemplo:”Lo que acabas de decir es falso”).
(Nota: Los rasgos 1 y 2 se dan de alguna manera en los animales).
INTERACCIÓN RECÍPROCA DURABLE
El lenguaje entre humanos es un juego en el sentido matemático del término con ventajas y desventajas, intercambios, alternativas de acción, estrategias, etc., tema del que venimos hablando en este blog.
El lenguaje humano es ante todo una interacción en el sentido biológico.
La interacción es un término clave de un inmenso alcance en Física. La interacción entre dos cuerpos distantes en el espacio, interpeló a Newton al pretender explicar la atracción entre masas. Tenía algo de mágico que actuase una masa sobre otra sin contacto físico directo. Imposible para el pensamiento pre-newtoniano, básicamente aristotélico.
El concepto de interacción (fuerte y débil) es absolutamente indispensable en la teoría atómica.
Un ejemplo entre miles de interacción en el dominio biológico: las células de una esponja se comunican gracias a iones de calcio. Lo mismo sucede entre las células de nuestros tejidos que se transmiten señales electroquímicas. Pero el nivel de interacción sube vertiginosamente, cuando se producen intercambios de interacción entre dos seres humanos. El fenómeno de la interacción alcanza un punto culminante, produciendo, por así decirlo, una situación de trance. En cierta manera, los dos organismos se atan fugazmente, uno y otro, en un instante de existencia, compartiendo reacciones químicas y físicas simultáneas. La activación simultánea de los sistemas nerviosos centrales le lleva a una especie de incandescencia pasajera. Una especie de latigazo que recuerda el “stroke” de los psicólogos, que sacude el cerebro sacándolo de su estado de indiferencia en semivigilia.
¿Es el lenguaje humano un último desarrollo de la evolución de la capacidad de comunicación que observamos en el mundo animal?
Se ha especulado con la transmisión cultural de las ballenas azules de Australia que aprenden nuevos cantos, con el lenguaje de los loros, con los casos célebres de monos, etc. Todos estos estudios se realizan con ayuda de las ciencias de base empírica.
Es mucho lo que debemos a este tipo de estudios. La etología cognitiva abre horizontes nuevos para entender mejor los fenómenos mentales, como previó Hume.
Mi limitada experiencia personal (la aproximación científica, en particular la propia de las neurociencias) me resulta extraordinariamente fecunda para entender mejor muchas cuestiones relativas a los fenómenos cognitivos, a las emociones y a los comportamientos. Previamente, mis referencias eran la filosofía y la psicología clásicas. Hoy pienso que, en el siglo XXI, hay que proseguir en esta dirección sin prejuicios ni tabúes algunos, pero también sin extrapolaciones simplistas y precipitadas al terreno filosófico.
Mis convicciones: vamos avanzando cada vez más hacia la explicación científico-racional de los fenómenos mentales. Trabajemos con la misma desinhibición que los partidarios del monismo materialista.
Para mi propio gobierno, presumo que se da un salto de grado entre materia y “espíritu (?)”. Es como el comportamiento asintótico de la curva, siempre creciente, del conocimiento científico que se aproxima continuamente más y más a la recta constante del espíritu, sin llegar a tocarla si no es en el infinito.
Y es que, con el infinito nos tropezamos en todas las grandes cuestiones relativas al universo y al hombre.