La foto cortada

11-02-2012.

Hacía varios años que la contienda del 36 se había acabado. Yo había crecido, mi enfermedad, ésa que me tuvo casi al borde de la muerte había sido superada. La tuberculosis, terrible enfermedad que marcha paralela con la miseria y la escasez de alimentos, se instaló en mí y luché con ella a brazo partido. Le gané la batalla entre la vida y la muerte, gracias al desvelo de mi madre y a la ayuda de mi tía María que diariamente me daba alimentos, y a mi jefe que me dio recomendación para que su amigo y médico me visitara, don Ángel García Cámara.

Yo seguía trabajando en el taller, con limitaciones, pues ciertos trabajos no los podía hacer; pero, al ir desarrollándome paulatinamente, esas limitaciones se fueron disipando y, cuando me llamaron para el servicio militar, ya era útil para todo y, en ese todo, entró el amor. Me puse novio, enamorado de verdad. ¡Qué ilusión la primera vez que yo hablé con mi novia, actualmente mi querida esposa! Hoy quisiera ver la escena: la sangre se agolpó en mi joven semblante, me pondría como un tomate, creo que hasta la lengua se me trabó. La vi desde lejos, como decía aquella copla: Ella bajaba calle abajo… Yo, calle arriba subía, por la calle María de Molina.

Entonces, los noviazgos se solucionaban mandándole una carta, y así lo hice; y a la siguiente noche no salió. Estuve más de una hora paseándome y tosiendo para hacerme oír, y hasta me fumé un cigarro, cosa que no había hecho nunca en mi joven vida. Su ventana baja no se iluminó, ni se abrió. Yo percibí, pues la calle era tan estrecha, que en las ventanas de las casas colindantes se escuchaba cierto tamareo. Las vecindonas, a hurtadillas, no podían perderse lo que allí acontecía: conocer al pretendiente, si ella saliera o no. A mí, seguro que me conocieron, pues vivía a la vuelta de la esquina y era muy conocido en el barrio.

No salió, aburrido y mal humorado me marché. Admití la duda. ¿Habría recibido mi carta? Ya, en mi casa, enseguida me puse a escribirle otra de nuevo, en términos más radicales. A deshoras, subí a la calle Nueva, a Correos, y la introduje en la boca del león con la ilusión de que, al siguiente día, estuviera en sus manos. A la siguiente noche, de nuevo me presenté en su casa, en el número 13. En esos momentos ese número no me gustó y hasta le tomé manía, y más cuando me di cuenta de que era martes. De niño era algo supersticioso y me acordé de ese detalle. Dije para mí: «Ésta no sale hoy», y así fue. Me fumé otro cigarrillo, me paseé tanto rato como la noche anterior, y ¡no salió!

Después, supe que ella no me conocía, pues llevaba poco de vivir en esa casa. Al no salir, tomé un resolución: acercarme a ella en el primer momento que la viera. Y llegó ese momento propicio. Bajaba por la puerta de don Natalio Rivas en compañía de una amiga; la amiga sí que me conocía. Ella le advirtió a la amiga que, si me veía por algún sitio, que cambiaran de itinerario. La amiga fingió no verme. Cuando estuve frente a ella me paré y le dije:

—Señorita, ¿ha recibido mi carta?

Ella, sorprendida y aturdida, con la cara toda encendida y sin apenas poder articular palabra me dijo:

—No tengo pensamiento de novio.

Fue el primer «no» que escuché de sus labios. Ese «no» se repetiría durante mucho tiempo. Poco dialogamos, pero en el corto diálogo escuché ese «no» varias veces. Quedé que a la noche iría por su casa. Así lo hice, sin tener la dicha de poder hablar con ella. No salió. Reconozco que para algunas cosas que merecen la pena soy constante y decidido.

A la siguiente tarde-noche, hice acto de presencia en el número 13 de la calle Pintor. Di varios paseos delante de su puerta y los acompañé de fingida tos. Con sorpresa y alegría vi que su arqueada puerta se abrió a medias y apareció ella. Titubeante y con voz queda, me reafirmó que no tenía pensamiento de mantener relaciones, pues era muy joven. Lo que quería lo conseguí: verla de cerca, hablar con ella, recrear mi vista, admirar su encantador semblante y así mi enamoramiento fue total, a pesar de que mi mirada, en el corto diálogo con ella, no chocó con la suya. Para demostrarle que mi presencia allí era verdaderamente sincera y mis aspiraciones nobles, sería capaz de esperarla, haciendo un gran sacrificio, hasta un mes.

Mi contento iba en aumento, pues llevaba varios minutos en su grata compañía, a su lado, aunque el diálogo era yo el que lo mantenía, pues ella, el «no» era la palabra que más repetía.

—No puede usted estar más aquí, pues mi padre está ausente y no quiero ni pensarlo que viniese y lo encontrara aquí —me dijo suplicante—.

Yo le afirmé:

—Mañana vengo de nuevo.

Ella, siguiendo su tónica, me dijo otro «¡No!», aunque vi que ese «no» salía sólo de sus labios, no de su corazón. Así fue el comienzo de ese idilio amoroso, cuya llama se encendió y que, a los cerca de 60 años, sigue ardiendo en nuestros viejos corazones.

En la primavera, fueron muchas las tardes en que nos veíamos y hasta salíamos solos a pasear. En esos días de fiesta, solían venir a Úbeda muchos fotógrafos ambulantes que se situaban en calles céntricas y transitables y, cuando menos lo pensabas, te hacían una foto instantánea que, si querías, al día siguiente te la mandaban a casa.

Un día de aquellos, íbamos paseando por la calle Nueva y vi a lo lejos un fotógrafo de esos. Mi novia, que yo ya así la titulaba, aunque ella siempre tenía en sus labios ese «no», iba para mí encantadora, luciendo un sencillo vestido de crespón estampado que ella misma se lo había confeccionado. Resaltaban sus agraciadas facciones anatómicas; el vestido le caía muy bien. Por la suave brisa de aquella tarde primaveral, el cuello postizo blanco que circundaba su garganta se levantaba con cierto encanto. Sus pies iban calzados con unos sencillos zapatos calados, acordes con la estación.

Al fotógrafo, con disimulo, le cuqué un ojo. Comprendiendo mi intención y rápido nos metió en su cámara. Cuando ella se dio cuenta, algo enfadada, me dijo que no la sacara. Para darle tranquilidad, dije que si ella no la quería yo sí, y la pagaría.

—Ni que la pagues, ni que no; es que no quiero que mi foto esté rodando por ahí.

Le dije que no rodaría, pues la llevaría siempre en mi cartera junto a mi corazón. (Ya nos hablábamos de tú, pues el usted fue en los primeros días).

—Menos cuentos —me dijo; frase que con el «no», la sigo escuchando a diario—.

Al día siguiente, la foto la llevaron a mi casa. El retrato salió muy bien, y en particular, ella. Cuando se la enseñé, de nuevo se malhumoró. Intenté calmarla y le dije:

—Para que no te enfades, tú te llevas una mitad y yo la otra, y aquí paz y allí gloria.

Así lo acordamos y así lo hice. Cuando llegamos a su casa, le pedí una tijeras. Ella creyéndose una cosa y yo pensando otra, le di a la foto un corte horizontal y a ella le di la parte baja de la foto y yo me quedé con la parte superior. Ella se quedó perpleja. Nunca esperaba ese resultado. Ésta es sencillamente la pequeña historia de “la foto cortada”.

fsresa@gmail.com

 

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