
Durante el apetitoso desayuno que las azafatas nos sirvieron, madame Angèle me dijo que Anouschka no nos esperaba en el aeropuerto de Narita, sino en el hall del Wiew Hotel, adonde nos llevaría un pequeño autobús, cuya parada se situaba justo a la salida del aeropuerto. Luego, una vez reunidos en Wiew Hotel, iríamos los tres en taxi hasta el Sakura Ryokan, un hotelito que se encuentra en el barrio Asakusa, situado al noreste de Tokyo, no lejos del riachuelo llamado Sumida.
Aunque con casi media hora de retraso, el aterrizaje fue perfecto. Lo inesperado fue que, antes de pasar por el control de pasaportes, todos los extranjeros debíamos previamente rellenar unos formularios escritos en japonés e inglés. Como muchos pasajeros desconocían los dos idiomas (particularmente grupos de eslavos emigrantes), las colas se nos hacían interminables y el tiempo se desgranaba rápidamente.
Había transcurrido casi una hora cuando, por fin, pudimos recoger el equipaje y pasar por el control de pasaportes. Pero lo más insospechado –y ahí, madame Angèle no tenía prevista ninguna solución– fue que, cuando quisimos notificarle a Anouschka que llegaríamos al hotel con bastante retraso, nuestros móviles (y, para mayor ironía, la marca era la japonesa Nokia) no quisieron funcionar.
—¿Pues no te había garantizado la compañía Swisscom que no tendríamos ningún problema con la red japonesa? —le dije a Angèle con cierta preocupación—. Cómo hacer para decirle a Anouschka que no se preocupe por nuestro retraso. Quizá haya pensado que, debido a la tardanza, nos hemos ido en taxi directamente al Sakura Ryokan y nos esté esperando allá…
—¡Qué mal conoces a tu hija! —respondió Angèle—. Si ella ha dicho que nos espera en el hall del Wiew Hotel, de allí no se mueve. Vamos rápidamente a coger el autobús.
Hay en el aeropuerto internacional de Narita un servicio de pequeños autobuses o lanzaderas, encargado de trasladar a los viajeros a sus respectivos hoteles. El problema, también imprevisto, es que el nombre de los hoteles estaba escrito en el frontal de la lanzadera, sólo en japonés. ¿Cómo reconocerlo? «Preguntando, se va a Roma», asegura el refrán; pero el hecho es que, entre la docena de mozos y mozas destinados a dicho servicio informativo, pocos chapurreaban inglés.
Confirmado nuestro destino, tras preguntarle a sucesivos conductores, nos aposentamos en la lanzadera apropiada, deseando que Anouschka ‑como aseguraba su madre‑ no se hubiera movido del hall del Wiew Hotel, a pesar de las dos horas de retraso.
Eran ya las once y media. Hacía un sol espléndido y, a lo lejos, se divisaban los rascacielos de Tokyo. Recorridos unos sesenta kilómetros por la autopista Narita-Tokyo (a un lado y a otro de la carretera se elevaban un sinfín de edificios con enormes letreros multicolores que mencionaban el nombre del hotel o de la empresa allí establecidos), la lanzadera se detuvo delante de la llamativa entrada del Wiew Hotel. El conductor nos indicó con un exquisito gesto que nos bajáramos y, precediéndonos, recogió el equipaje y nos lo colocó delante de la gran cristalera de la entrada. Le dimos las gracias, «Aligato, aligato», y rechazó con una amplia sonrisa la propina que, con la mano, le extendía Angèle.
Aquí pensará el avisado lector que por qué no fui yo quien alargara la gratificación al chófer… Probablemente, así también lo pensara él, porque es sabido que en el Japón «Fuera de casa, es el hombre quien manda y decide». En este punto, es de aclarar que, de común acuerdo, madame Angèle y nuestra hija Anouschka habían decidido que, puesto que se trataba de mi «Regalo de cumpleaños», en ninguna circunstancia debería pagar la más mínima cosa. En consecuencia, que en mis bolsillos no se alojara ni un bendito yen y que estuvieran ‑como se dice en el Lazarillo‑ «a buenas noches» de cualquier tipo de moneda. Y eso desde el principio hasta la conclusión de nuestra visita al Imperio del sol naciente.
Nuestro “Sol naciente” fue la presencia de Anouschka quien, efectivamente, nos estaba esperando en el hall, tras las cristaleras del hotel. La bella sonrisa de las dos Laras, madre e hija, manifestaban tanto la alegría del encuentro como la satisfacción de haber conjurado cualquier inconveniente o trastorno. Inmediatamente, solicitamos un taxi y, media hora después, accedíamos al Sakura Ryokan, precioso hotelito a la manera tradicional japonesa, en el que Angèle y yo pasaríamos tres días antes de ir a visitar la imperial Kyoto.

Angèle y Anouschka en la entrada del Wiew Hotel.