Uno de los mayores placeres -el que más para mí-, con los que puede uno gozar, es perderse en la sierra, bien sea por unas horas, un día, o varios días; todo depende de la disponibilidad de tiempo y del lugar que ocupe esta actividad en el orden de prioridades de nuestra agenda; si bien, aquí es factible hacer alguna pequeña trampilla, una más que “justificable” excusa para alterar un poco el orden en la agenda -sin que sirva de precedente-.
Pero, al decir “perderme”, me refiero a desaparecer de la vista y del contacto con la gente; porque sentirse perdido de verdad en la sierra es bastante más serio de lo que más de uno se pueden figurar, ya que puede dar lugar a vivir las últimas consecuencias.
Para mis andanzas serranas suelo elegir la sierra del Pozo, la más desconocida, la más salvaje, la que contiene el mayor número de especies endémicas (zoológicas y botánicas) y la que cuenta con los más bellos e insólitos parajes de todo ese gran Parque Natural de las Sierras de Cazorla, Segura y Las Villas que, con sus doscientas catorce mil hectáreas -más de dos mil kilómetros cuadrados, mayor que cualquiera de las tres provincias del País Vasco- está considerado como la mayor área protegida de Europa.
La predisposición para caminar es algo innato. Creo que lo llevamos en los en los cromosomas. Para mí, no se trata de ninguna prescripción facultativa de ningún galeno “para bajar el colesterol” -la gente no anda si no se lo manda el médico-, sino por convicción propia, por cuanto supone uno de los mayores regalos que se le puede dar al cuerpo, y también al alma. Ya lo decían los romanos: Mens sana in corpore sano.
Mi última marcha por ese privilegiado lugar, hace unos días, la emprendí por una senda que parte del Molinillo y va a parar a la Nava de San Pedro. El Molinillo es una vieja industria harinera situada en la cola del pantano de la Bolera (Pozo Alcón), que aprovechaba las turbulentas aguas del río Guazalamanco, en la misma confluencia con el Guadalentín. Aunque data de tiempos de los árabes, ha estado en actividad hasta la década de los sesenta, justamente cuando se construye el citado pantano y las aguas del embalse empiezan a invadir las instalaciones; aún hoy, cuando baja el nivel del embalse, pueden observarse sus ruinas y un par de hermosas piedras de molino, de “pan moler”. Pero dejemos para otro momento la descripción de este bellísimo paraje, enclavado en lo más abrupto de la sierra y rodeado de una espesa vegetación, original, del típico bosque mediterráneo
Antes de iniciar la caminata, con la intención de llevar la mochila lo más ligera posible de peso, siempre surge el dilema de “qué llevar” y “qué no llevar”; que lo podíamos extrapolar a la vida cotidiana en “qué tener” y “qué no tener”, porque al fin y al cabo la vida es el Camino: … que si esta fruta tiene más azúcar que la otra, que si otro par de zapatos por si acaso, este libro sí y el otro no… o los dos, cámara de fotos, un chaquetón, móvil, galletas, frutos secos, navaja, prismáticos, gorra… y un interminable etcétera.
Para abreviar la cosa, se reviste uno de sentido común y trata de separar “lo necesario” de lo “no necesario”, tarea enormemente complicada, pero que con mucha voluntad y paciencia se logra hacer una selección. No obstante, el peso de la mochila puede superar la equivalencia en calorías que uno tiene previsto quemar, en cuyo caso se impone una nueva revisión del equipaje; esta vez el asunto puede adquirir tintes “dramáticos”, porque, francamente, establecer una línea divisoria entre lo necesario y lo “estrictamente” necesario transciende el juicio de lo humanamente material y es como para llevarlo al terreno filosófico.
Pero la partida apremia, los días de invierno no dan mucho de sí y se impone la puesta en marcha; la pretendida meta de la Nava de San Pedro, cuatro horas de camino con sus pausas, ha de reducirse y dejarla en el cortijo del Poyo. La senda parece diseñada como para el mundo de Bambi, o en el bosque de Blanca nieves y los siete enanitos. Se trata de una cornisa que transcurre a lo largo del farallón comprendido entre el Tranco del Lobo y el río Guadalentín. Varios cortijos jalonan el camino, cuyas ruinas nos salen al paso como viejos fantasmas derrotados por el olvido y la miseria; donde se adivina el ladrido del mastín, fiel servidor e inseparable compañero; sus desmoronados muros aún rezuman sudor y ecos de suspiros; también de alegrías, que nosotros juzgamos efímeras; y de una felicidad, que consideramos vana. “Tener o no tener”. Vivían; lo tenían todo.
El escenario se va repitiendo uno a uno: el cortijo de la Herradura, el de los Tontos, el Puntal de Ana María, El Raso, El Peral, La Canalilla, Los Chanes, el del tío Paulera… La sierra, como siempre, ofrece un espectáculo inigualable: majestuosos pinos salgareños que imponen su dominio en las más inaccesibles repisas de las cárcavas, aunque en las laderas comparten primacía con los Quercus: robles, encinas, quejigos…; mientras, a nuestro alcance quedan los imperecederos tomillos, romeros y mejoranas, así como una gran variedad de arbustos autóctonos: cornicabras, lentiscos, majuelos… y el codiciado rosal silvestre –escaramujo- que a estas alturas del ciclo vegetativo aún conserva las últimas bayas, las que los serranos, que son sabios poniendo nombres, las conocen como tapaculos por sus eficaces propiedades astringentes.
El Puntal de Ana María.
Los graznidos de los cuervos y de las chovas piquirrojas resuenan en los paredones calizos cortados a pico; una legión de avecillas se busca la vida en los matorrales a base de larvas escondidas y semillas olvidadas. El cielo es de las grandes rapaces, con predominio del buitre leonado, destacando el recientemente introducido quebrantahuesos, alguna águila real y el sagaz halcón peregrino, mientras las ardillas -una tras otra- parecen tomar el relevo a lo largo del camino.
Esta singular escena la preside el macizo del Cabañas en el que, con sus dos mil veintiocho metros de altitud, sobresale el segundo pico más alto de todo el Parque Natural, tras las Empanadas de la Sierra de Segura
Entre pausa y pausa, saboreando este regalo de la Naturaleza, con el rumor del viento acariciando las acículas de los pinos, la mente imagina vivencias un tanto azarosas de unas gentes pegadas a la tierra y a sus ganados, gracias a los cuales obtenían el sustento, haciendo suya la conocida sentencia: «No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita».
El cortijo del Poyo aparece ya a tiro de honda, roto y desvencijado; otrora, una morada grata y acogedora, erguida, impecablemente blanca como una paloma, pulcra y con olor a yerbabuena como una quinceañera; sobre una pequeña meseta, un pedestal, azotado por los cuatro vientos, aún mantiene intacta la era de “pan trillar”.
Cortijo de Poyo Tribaldo.
Llama la atención un pequeño habitáculo, de reciente construcción, en cuya puerta luce un interesante rótulo en bronce con la siguiente inscripción:
Cortijo de Poyo Tribaldo, donde no se necesita nada para tenerlo todo.
Merece una profunda reflexión porque, sin duda, el autor lo escribió tal como le salía del alma.