El Café Daniel era un magnífico café. Daba a dos calles: calle Mesones y calle Gradas. Si entrabas por Mesones, bajabas una amplia escalinata para entrar en los varios salones.
En el más amplio había un gran escenario donde daban, según decían los que lo habían visto, representaciones diversas. Nosotros entramos por la calle Gradas, pasamos por el bonito y artístico bar y, más adentro, nos acomodamos en una mesa de mármol, donde pronto nos abordó un joven camarero. Mi cuñado le dio la tarjeta y nos preguntó cómo lo íbamos a tomar, con leche o sin ella. Yo me anticipé y le dije que con leche; los demás lo tomaron solo. A mí todo ese ritual me parecía vivir en un sueño: estar dentro del café más famoso de la provincia y un elegante camarero a nuestras órdenes, sirviéndonos lo que habíamos pedido. Esas cosas las había visto en el cine. Por ello me fijaba en los mayores. Le eché a la taza los cuadradillos de azúcar, lo mismo que hacían mis hermanos; lo moví lentamente con la cucharilla y me lo bebí a pequeños sorbos, para que durase más. Pasé un rato verdaderamente maravilloso, aunque hubiese preferido que la taza hubiese sido más grande y haberle echado sopas.
Ya, siguiendo al hilo de cafés, volvamos al Café Más que estaba situado más abajo de García Lorenzo. Como decía anteriormente, nunca entré en ese café, pero sí veía siempre que pasaba, en sus bajos, por sus ventanas de antepecho, a señores sentados tomando café y otros altas copas que decían algunos era vermut. Segundo Más, que así se llamaba el dueño, había sido artista de varietés y su señora doña Margarita igualmente. Para quien los había visto, formaban una pareja ideal, hacían números juntos muy bonitos. Ejecutaban uno que estaba muy bien. Él salía con su gorra de visera caída a un lado, con chulapona, gracia y su caja de limpiabotas en una mano. En ese momento, pasaba por allí doña Margarita, que estaba imponente y que despertaba admiración, en particular a los hombres, y dirigiéndose al betunero, cantando, le decía:
Betunero estos zapatos,
betunero estos zapatos,
¿me los puede usted limpiar?
Él se acercaba solícito e igualmente, cantando, le decía:
Ponga el pie la señorita,
ponga el pie la señorita,
que enseguidita estarán.
Él, de rodillas y dándole aire al cepillo mientras inclinaba su mirada hacia arriba y cantando, decía:
Jesús, ¡qué nalgas!,
¡qué hermosas pantorrillas!
¡Quién las pillara,
para hacerle cosquillas!
Y así, cantando y siguiendo la parodia, terminaban su número con muchos aplausos. Don Segundo no era nada bonico y su cara estaba hoyada por la viruela. A doña Margarita la conocí ya en su otoñal vida y se veía que había tenido una fragante primavera. No tenían hijos propios. Después, adoptaron a un muchacho. Ya en la guerra, tenía un bar en los portalillos en el mismo lugar que ocupa hoy Tejidos Hidalgo.
Por fin, llega el momento de narrar el segundo y último establecimiento que desde aquellos lejanos tiempos subsiste en esa calle o vía comercial en continua decadencia. La relojería y joyería Miguel Cobo. Este establecimiento poco ha cambiado, a no ser las personas que lo regentan: hijos o nietos. Esta joyería tiene su puerta y sus dos pequeños escaparates repletos de relojes, joyas y un sinfín de artículos de plata y oro, cuya gama, si tienes necesidad de hacer un buen regalo, es extensa y variada. En su fachada hay un grueso y viejo reloj Zenit, que siempre ha marcado muy exacta la hora y no sé las decenas de años que tendrá.
Enfrente de este establecimiento y más abajo del Café Más hubo, por entonces, una pequeña tienda y taller de máquinas de hacer punto, cuyo dueño era el hermano de don Marcos Hidalgo Sierra, sacerdote y poeta.
Esta tienda no duró mucho en ese lugar. En su espacio ha habido un sinfín de negocios: en la actualidad hay uno de revelado de fotos.
Siguiendo el orden, crucemos la calle y detengámonos frente a un cerrado negocio que hace esquina con la calle Bailén. La última vez que esta tienda tuvo sus puertas abiertas al público fue Confecciones Fuentes.
En aquellos lejanos tiempos, cuando disfrutaba de mis flamantes doce años, allí había un famoso establecimiento de calzados y todo el mundo lo conocía por Calzados el Capricho. Esta titulación fue el efecto y la coincidencia de que mucha gente, no sé por qué motivo, tuviera un mismo pensamiento en que ese establecimiento, que era de tejidos, lo cambiaran en calzados, y así lo hicieron. Allí se calzaba lo más selecto de la sociedad de Úbeda. Era tan moderno que hasta tenía cajera.
Siempre que pasaba por allí me asomaba para ver a la cajera, que era mi prima Mariana. Ella era muy guapa y atractiva y le daba a ese negocio una nota de distinción y elegancia. Después, mi prima se casó con Pepico, conocido por ser un buen futbolista procedente de la Olímpica Jiennense y fue un buen puntal para el Iberia. Su oficio era el de confitero y hoy luce sus ochenta y más años por Linares, donde vive casado en segundas nupcias. Yo tengo la satisfacción de abrazarlo siempre que nos vemos.