Tal vez sea la última vez que escribo sobre el tema, tal vez. Porque me quiero distanciar efectivamente de lo que en tantos años ha sido motivo de mi trabajo, arduo y sincero; y, a la postre, he comprobado que solo ha servido de trampolín, a unos, para trepar; de excusa, a otros, para captar votos (o intentarlo); de campo de experimentación de utopías inanes; de cuadrilátero para combates personales; de subasta y puja de ideologías; de territorio de disputa y captación de conciencias y de afirmaciones religiosas (o no); y todo menos lo que la enseñanza y la educación debieron haber sido y ser consideradas: Enseñanza y Educación.
Como de tratar de dominar, por la vía académica, a las personas, sus ideas y sus conciencias, se ha venido insistiendo con tenacidad desde todos los lados, considerando la enseñanza como medio idóneo para lograrlo, desde la más tierna infancia ‑y ese era el verdadero juego y combate entablado por los poderosos y sus grupos de presión e instrumentos administrativos y propagandísticos‑, la labor diaria de muchas y muchos docentes sólo era reconocida o convenía si se amoldaba a los intentos dichos. Quienes no se sintiesen correas sumisas de transmisión de los dictados de una minoría, considerada a sí misma vanguardia en el tema (o directamente encastrada en la correa administrativa), serían obligados a aceptar los dictámenes, mandatos y demás admoniciones que desde arriba se impusiesen.
La mayoría del profesorado optó por el no enfrentamiento, acatando, cumpliendo e incluso, como los encomenderos de indios, no cumpliendo hasta no verse en peligro de ser amonestados. Sí, es verdad, muchas y muchos han (o hemos) sido refractarios a las reformas que desde arriba se nos impusieron, viniesen de quienes viniesen, y considerábamos que la verdad sólo tenía un camino y nuestra honradez (y a veces rutina, es cierto) nos lo marcaba.
Porque, si se trataba del bien común, el del niño, el de la sociedad también, la idea de llegar hasta ello era bien diferente. Y unos lo intentaban lograr contra viento y marea y otros lo pretendían aparentar con adopciones de medidas absurdas. Porque no lo eran para el logro de ese bien común, sino de metas muy particulares de cara a la aquiescencia de la sociedad (traducida en poder).
La pérdida rápida e irreversible de la autoridad del docente, fomentada por la autoridad política para sus propios fines, se maquillaba con una panoplia de derechos insustanciales, inconsecuentes y muchas veces inexistentes, de los niños, de las familias, procedente de las instituciones civiles, que los regalaban alegremente para afrentar directamente el poder supuestamente omnímodo que hasta el momento había detentado el maestro. Se hacía clara la distinción maniquea: el maestro malo, los demás buenos.
Y se habilitaron instrumentos administrativos (y legales) para que ello se cumpliese a rajatabla:
·Se empezó con los consejos escolares, mezcolanza de Ampas (y, a veces, motivo de lucha entre las mismas), docentes y políticos (y alumnos cuando se podía), a las que se les cedieron capacidades hasta entonces en manos exclusivas del profesorado.
·Se establecieron consejos educativos más generales (a veces inoperantes o desaparecidos del mapa, esa es la verdad).
·Se establecieron unos procedimientos rígidos y ridículamente leguleyos que ataban las manos de los centros en cuestiones de resolución de casos de disciplina, hasta tal punto inoperativos que, cuando se llegaba a la conclusión de los mismos, el sujeto del proceso en cuestión podría hasta haber abandonado ya ese mismo centro (y en el largo periodo se le aguantaba como se podía).
·Se tergiversó (y se tergiversa) el derecho a la educación como inalienable, aun si, a quien se le aplica, no quiere ni deja educarse ni educar.
·Se han inventado ahora unos representantes/delegados de los padres o madres en cada aula, con atribuciones peregrinas (será porque ya no se fían las autoridades políticas de esas Ampas anteriores) y que, a veces, ellos interpretan como carta blanca en el establecimiento de una función de comisarios políticos sobre el profesorado.
Seamos francos: la inoportunidad o simple cálculo de captación de unos votos ciudadanos ha sido la tónica en esta deriva. El preservar el derecho (y el deber, no se olvide) del alumnado ha sido una pobre excusa; porque, si de veras les hubiesen interesado esos alumnos, deberían haber trabajado para la mejoría de su progreso académico, de sus rendimientos personales y colectivos; para fomentar el esfuerzo, el trabajo y la disciplina frente a idioteces sin fundamentos claros o que no llevaban a ninguna parte.
Los fuegos de artificio han sido demasiados y han dejado luego nada más que cenizas, de pavesas irrecuperables. Esto se ha venido gestando en la generación nacida en la democracia (y los que accedían a la misma del tiempo anterior) y ahora tenemos a sus vástagos, y las consecuencias se ven palpables. Tal ha calado el mal que rehacer el edificio costará, supongo, otras dos generaciones al menos.
Así que, adiós mis cuates, que uno salió del sistema ya y, no arrepintiéndose más que lo necesario de algunas cosas erradas (quien diga que no tiene de qué arrepentirse en su vida es un mentiroso), deja lo que queda por andar a otras y otros, y que se os coja confesados.