Sentados frente a él en el diván, con una copa de champán en la mano, Maurice los miraba con aquella misma cara lastimera y turbia, cuando Angelo y Rosalva conversaron unos días antes en el avión, como si se conocieran desde siempre. Y, en su interior, maldecía el momento en que decidió cambiar el vuelo directo de Roma a Sevilla por el de hacer escala en Madrid, con objeto de resolver el asunto pendiente con los mafiosos, como le había prometido a Alfonso, cuando se despidieron en Davos. Sería una buena noticia para Alfonso, saber que ya no tendría que pagar aquellos centenares de miles de euros, por haber contribuido a la fuga de Rosalva. Era el regalo que Angelo y él le hacían, para agradecerle la invitación a visitar Sevilla.
Conociendo por el padre de Angelo la propensión que, tanto Luciano como Nicola ‑sus “clientes” mafiosos‑ tenían por los cigarros habanos, Maurice ejecutó una operación que ya había efectuado con éxito varias veces en el laboratorio de investigación de fármacos. Adquirió dos cajas de Davidoff e inyectó a cada uno de los purillos unos gramos de cianuro. Hizo luego dos paquetes, pegó las señas correspondientes de Madrid y de Sevilla con los remitentes y direcciones postales inversos. Nunca la operación había fallado. De investigarse los decesos como acto criminal, la sospecha caería ineluctablemente sobre los remitentes, como un acto de posible represalia entre mafiosos. Maurice pensó que era más adecuado enviar los “regalos” desde Barajas que desde Fiumicino.
Cuánto lamentaba ahora haber tomado la decisión de pasar por Barajas, así como la de haber aceptado ciegamente la indicación de Angelo de sentarse al lado de aquella muchacha morena y bella, con ojos débilmente rasgados que delataban su origen latinoamericano, con la que ya había cruzado miradas y sonrisas cuando se encontraban en la fila para el embarque. Viendo cómo Angelo y Rosalva mantenían una entusiasta conversación que lo relegaba a una condición de inexistencia, Maurice reventaba de indignación y celos. Pudo percibir que, cuanto más avanzaba el diálogo entre los dos jóvenes, más encontraban puntos de coincidencia ‑visitar Sevilla, la amistad con Alfonso, el conflicto con los mafiosos‑, que los abocaba a planear una estancia sevillana sin separarse.
Durante el vuelo y en el apogeo del entusiasmo, Angelo le preguntó a Rosalva dónde se iba a alojar y, ante la respuesta incierta de no saber dónde o ‑en todo caso‑ pernoctar en alguna humilde pensión, Angelo le propuso compartir gratuitamente con ellos el ático con cuatro habitaciones que habían reservado en el lujoso hotel Colón. Y lo expresó con tal convicción y fervor que Rosalva inclinó la cabeza y sonrió con dulzura afirmativa.
Los días que precedieron el banquete nupcial de Indalecio y Amalia no pudieron ser más dolorosos para Maurice. A veces, Angelo y Rosalva desaparecían muy temprano y no volvían hasta la hora de cenar en el restaurante del hotel para, seguidamente, ausentarse con la excusa de haber descubierto un dancing, exclusivo para gente joven, al borde del Guadalquivir o de acudir a un tablao en donde actuarían las figuras más brillantes del cante y baile flamenco. A veces, buscando a Angelo, apenas rozaba con los nudillos de la mano la puerta de la habitación de Rosalva y seguidamente la empujaba, sorprendiéndolos en posturas o actitudes que inmediatamente interrumpían o cambiaban por otras más usuales.
En otras circunstancias, la invitación de Alfonso al banquete nupcial hubiera sido para Maurice una ocasión para fortalecer sus relaciones afectivas con Angelo, que tanto se habían debilitado durante la estancia en el Schatzalp de Davos. Su relación con la rubia del póquer no fue finalmente más que un escarceo del caprichoso Angelo. La asistencia al banquete en la casa de Alfonso fue, para Maurice, la premonición de una catástrofe sin retorno. Nunca había visto brillar con tal fuerza los ojos de Angelo ni nunca había observado en él una sonrisa tan embobada y dócil como cuando estaba con Rosalva. Y lo que más le dolía a Maurice era que, cuando hablaba con él, los ojos de Angelo parecían ausentes, abstraídos, como cautivados por otros fulgores que cancelaban su presencia ansiosa y anhelante. Pronto los vería sentados juntos, codo con codo y ‑él sí se daba cuenta‑ rozándose mutuamente los muslos, mientras se sonreían con una mirada cómplice y taimada.