Un puñado de nubes, 93

11-11-11.
La joven dijo el título de la ópera de Mozart en francés, La flûte enchantée, porque no lo recordaba en español. Pero el desparpajo directo de su pregunta, acompañada de una espléndida sonrisa, derrumbó como por encanto las invisibles barreras que el retraimiento de Alfonso había erigido. Ella había percibido inmediatamente la timidez de aquel hombre mayor, cuyo rostro parecía más seco y triste que el de un John Ford contrariado.

—Seguro, señor, que le agradó la representación de La flûte enchantée porque le vi aplaudir entusiasmado como un jovenzuelo —añadió, la chica, sin mirar a los ojos de Alfonso, temiendo que éste le respondiera algo así como «No sé, señorita, de qué me está usted hablando…»—.
El avión despegaba en ese instante y la joven veía por la ventanilla que los edificios de la cuidad se alejaban como hundiéndose en un inmenso precipicio, mientras que los bosques que la rodeaban se iban ensanchando hasta adquirir dimensiones sorprendentes e inmediatamente desaparecer bajo un mullido estrato de nubes grisáceas. Fue entonces cuando Alfonso le dijo:
—Es cierto. Fue un espectáculo magnífico y usted, en mi opinión, estuvo admirable. Es usted una gran artista.
—Muchas gracias por sus elogios. Intento hacer mi trabajo lo mejor posible.
—Yo soy un gran aficionado a la ópera. Cuando trabajaba en la Nestlé de Vevey, iba con cierta frecuencia a La Scala de Milán… y no me perdía ninguna de Mozart. Es mi compositor preferido. Cantar es algo maravilloso. Tiene usted mucha suerte.
—Es verdad: tengo el privilegio de poder vivir del trabajo que me gusta hacer. Pero no crea que sea tan fácil… Hay que trabajar mucho para tener la voz en forma cada día. Hay que pelear por conseguir un contrato… y yo soy peleona.
El profesionalismo voluntarioso de las respuestas de la joven impresionó a Alfonso. Sus réplicas no estaban en absoluto impregnadas de la más mínima huera vanidad de diva en ciernes. Su edad rondaba la treintena y se encontraba en el apogeo vital de su camino, aunque daba muestras de una madurez mental poco común. Ella se había fijado su ruta, conocía la trayectoria y sabía perfectamente adónde quería ir. Alfonso estaba absolutamente convencido de que aquella joven conseguiría sus propósitos, porque había tenido la cordura de colocarlos a la altura de sus pretensiones y posibilidades, que no eran pocas. Hablaron de ello. Pero como poco a poco la conversación parecía derivar hacia cuestiones más personales, la joven supo orientarla hacia territorios más comunes.
—Ah —observó—, pensé que por su acento no era usted de lengua materna francesa… Pero si me dice que usted vivió y trabajó en Vevey…
—Pues precisamente, como usted va a París, yo le iba a preguntar si es usted francesa.
—No. Yo nací en Suiza; aunque en realidad soy hispano‑suiza.
—¿Como aquella famosa constructora de automóviles de lujo de los años veinte del siglo pasado?
—Bueno… Sí: mi papá es español y mi mamá suiza, de Lausana. Pero soy algo más joven que esos coches…
La elegancia sin suspicacia, con que la chica supo soslayar la desdichada ocurrencia de Alfonso, fue una manifestación más de su personalidad, al mismo tiempo vigorosa, despierta y sensible.
—Y ahora, si me permite —dijo la joven—, ha llegado para mí la hora del almuerzo.
Con gesto experimentado y resuelto dispuso en forma horizontal la tableta colocada en el espaldar del asiento siguiente y encima de ella fue colocando en un orden mil veces ejercitado los objetos que iba sacando de una bolsa grande que había colocado a sus pies: una botellita de agua, un tupperware abombado repleto de pastas, un pequeño tenedor plastificado, una manzana y una servilleta de papel. Cuando se disponía a abrir el tupperware, dijo mirando con gracejo a Alfonso:
—Le invito sólo por cortesía, puesto que sé de antemano que me va a decir «No, gracias».
—A esto se le llama hablar claro —pensó Alfonso, mientras observaba de soslayo la gracia casi infantil con que la bella Pamina engullía con mesurada prestancia las pastas de su menudo almuerzo—.
Acababa de limpiarse los labios con la servilletilla de papel, cuando el Boing iniciaba el aterrizaje. Alfonso ayudó a la joven a recoger la maleta y volvió a su asiento, porque nada le molestaba más que el atolladero de la salida del avión. Se dijeron sonriendo Au revoir et bonne fin du voyage. Desde el asiento del avión, Alfonso la veía alejarse entre los pasajeros, menuda, decidida y bella, mientras pensaba que ni siquiera llegó a conocer su nombre, ese nombre cuyo diminutivo tenía resonancias eslavas… Y pensó que le hubiera gustado tener una hija así…, que aquella Pamina podría haber sido su hija.
Tres horas después, un avión de la compañía Iberia iniciaba su aterrizaje en el aeropuerto de San Pablo. Allí estaría esperándolo León. El viejo amigo León.
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