Un puñado de nubes, 92

09-11-11.
La singularidad y el encanto de la representación de La flauta mágica radicaba en que el gran escenario estaba situado en la explanada interior del castillo de Haldenstein de tal manera que orquesta, personajes, cantantes y coros actuaban rodeados por los espectadores y a muy pocos metros de ellos.

A Alfonso le sorprendió y complació especialmente la belleza juvenil, la naturalidad y el claro y brillante arroyo de miel que manaba de la voz de la soprano que representaba a la princesa Pamina, la hija de la Reina de la noche. Sin un atisbo de maquillaje en su cara, cuando estaba en escena Pamina, la expresión de sus ojos manifestaba un alma fogosa y una serena inteligencia; y, cuando cantaba, una especie de aura invisible parecía rodearla. El éxito de la representación fue tan rotundo que, al terminar, el director, cantantes y músicos fueron requeridos numerosas veces por el nutrido aplauso.
Cuando Alfonso volvía en taxi al hotel Schatzalp de Davos, revivía en su mente imágenes en las que Pamina desplegaba el atractivo de su figura y la seducción de su voz. Y, al día siguiente, cuando subía la escalinata de acceso al Boing 767, se sorprendió a sí mismo ronroneando el aria-lamento de Pamina que tan magistralmente había interpretado la soprano, de cuyo nombre sólo recordaba que el diminutivo en -uscka apuntaba resonancias eslavas.
Cuando Alfonso viajaba, sea por timidez altiva o debido a su temperamento más bien introspectivo, no le agradaba conversar con los pasajeros. Nunca viajó solo en tren, en barco o en autobús; cuando las distancias eran asequibles, tomaba un taxi, ocupaba el asiento trasero y siempre abría un libro, una revista o un periódico con objeto de evitar la conversación estéril con el taxista dicharachero. Generalmente viajaba en avión y siempre llegaba el último a la puerta de embarque para poderse colocar en los asientos traseros, creyendo así poder eludir la eventual compañía de algún pasajero locuaz.
Cuando aquel lunes entraba por la pequeña y arqueada puerta del Boing 767, Alfonso vio que estaba casi completo; solo tres asientos quedaban libres en el fondo del corredor. Como de costumbre y con objeto de no molestar a los vecinos pasajeros, cuando necesitaba ir al servicio, Alfonso siempre ocupaba un asiento situado al borde del pasillo. Colocó su maletín en el portaequipajes, puso las gafas de sol en el bolsillo superior de la chaqueta y se dispuso a leer el periódico, pensando así instalar una barricada entre él y el presunto vecino, cuando oyó una especie de gemido que procedía de la persona que empujaba con gran esfuerzo su maleta para introducirla en el alto portaequipajes.
—¿Puedo ayudarla, señorita?
—Sí, por favor. Y muchas gracias —le contestó la joven, que no lograba hacer un hueco en el abarrotado maletero—.
—¿Está libre el asiento de la ventanilla? —le preguntó a Alfonso, cuando éste lograba, tras varios intentos, encajar al fin la maleta—.
Tras sacudirse las palmas de las manos, como si hubiera resuelto una difícil empresa, y decirle «Ya está la maleta en su sitio», Alfonso cruzó su mirada con la de la joven y se dio cuenta de que ésta había estado observando su animoso ahínco por colocar la maleta.
Ninguno de los dos supo evaluar el tiempo que duró aquel cruce de miradas, pero en los dos germinaba el mismo interrogante, que equivalía a decirse: «¿Dónde he visto yo a esta persona?».

Fue Alfonso quien obtuvo la primera respuesta, porque en aquella figura menuda, morena con el pelo recogido en la nuca, los ojos grandes y verde oliva, la sonrisa gozosa y una mirada firme que denotaba una voluntad resuelta, reconoció a la soprano que representó a la princesa Pamina la tarde anterior en el castillo de Haldenstein.

Pero aquella vieja turbación, que lo embargaba cuando iba a hablar con una mujer, venció de nuevo a Alfonso. Temía que sus elogios acerca de la excelencia de la interpretación del papel de Pamina podían ser entendidos por la joven equivocadamente. El asiento vacío entre él y la chica se convirtió, entonces, en una especie de precipicio insuperable; en una barrera imposible de salvar, edificada por la propia reticencia de Alfonso.
La sospecha del malentendido le hizo encerrarse, muy a pesar suyo, en un avergonzado retraimiento. ¿Cómo decirle que le había gustado mucho su espléndida interpretación del papel de Pamina? ¿Cómo declararle que había acertado completamente al no aceptar ningún maquillaje, porque su belleza natural correspondía apropiadamente a la naturaleza limpia y radiante de su personaje? ¿Cómo decirle que había admirado las modulaciones de su voz, maravillosamente intensa o delicada según las circunstancias?
Confuso por el alud de alabanzas que nunca conseguiría formular, Alfonso buscó ponerse las gafas de sol para que le proporcionaran un parapeto suplementario frente a la mirada sorprendida de la joven, la cual sí había logrado reconocer en aquel pasajero al espectador que con gafas oscuras y de pie, en primera fila, aplaudía frenéticamente y gritaba «¡Bravo!, ¡Bravo!», cuando se oyeron los últimos acordes de la ópera de Mozart.
Movida probablemente por el aspecto de desamparo que reflejaba el rostro de aquel hombre envejecido, la joven le preguntó:
—¿Le gustó La flûte enchantée?
***

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