Un puñado de nubes, 90

04-11-2011.
Amalia trajinaba en la cocina. Canturreaba:
Eres mi vía y mi muerte
te lo juro, compañero,
¡no debía de quererte!,
¡no debía de quererte!,
y, sin embargo, te quiero…
Indalecio la escuchaba complacido. Se entonaba bien, pero como casi nunca la había oído cantar y menos en la cocina, pensaba que algo raro le ocurría a Amalia. Cosas de mujeres, seguramente, que suelen cambiar de humor en menos que canta un gallo: «Que si ahora estoy mustia, que si ahora brinco y canto». Pero la voz cálida de la mujer se oía fuera, en el bar.

—Amalia, ¿el concierto a qué hora termina, que los clientes entusiastas quieren pedirte un autógrafo?
Amalia dejó de cantar y asomó la cabeza. Tenía los ojos llorosos de haber estado pelando cebollas para el refrito de las mollejas.
—¿Molesto a los clientes?
—Tú nunca molestas; pero no conocíamos esa gracia tuya.
—Pues si vieras mis otras gracias… —insinuó con picardía—.
—Tú estás hoy muy rara. ¿No habrás bebido de alguna de esas botellas que tiene Alfonso allí en su palacete?
—He bebido otra bebida aún más deliciosa —se regodeó con la frase—.
—Chúpate esa, Indalecio —dijo un cliente que seguía con interés el rifirrafe dialéctico entre los dos—; con las mujeres no hay quien pueda. Tú, como estás soltero…
—Anda, sigue con el refrito; luego, cuando estemos más tranquilos, me explicas; sigue ahora con las mollejas, que ya se acerca la hora del aperitivo.
—Lo que usted diga, jefe —le dijo con retintín—. Ah, y dígale a los clientes que también hay hoy huevos rellenos de anchoas y aceitunas negras.
Indalecio, desde que durante el verano estuviera varias veces con Amalia en la playa, se sentía especialmente atraído por ella. Tenerla allí, tan cerca cada día, tan animada, tan “entrante”, tan vistosa… En su cabeza, se sucedían frecuentes revueltas de pensamientos encontrados. Sin embargo, sus sentimientos hacia ella eran muy claros. No quería pronunciar la palabra por considerarla peligrosa a su edad. ¿Qué era eso de amor? Ni siquiera cuando muchacho se había enamorado de nadie. Hasta alguien, con muy mala leche, le había dejado caer que si era de la cáscara amarga… «¡Qué sabrá la gente!», pensaba.
Amalia se había convertido en pocas semanas en su pensamiento único. Pero pensaba en León, e incluso en Alfonso. Y sentía celos. Él no tenía que hacer nada frente a ellos. Bien claro estaba que si Amalia estaba ahora allí, en la cocina, era porque había tenido en su bar una cita con León. Y por parte de Alfonso… Con su dinero, su manera de hablar, de tratar a las mujeres, su mundo… Con lo que tenía corrido… Él, Indalecio, dueño de La Luna, en crisis permanente, ¡qué coño pintaba para Amalia!
Estos pensamientos lo malherían. Además, Amalia casi podía ser su madre. Él iba ya para los cuarenta y ocho y ella tendría por lo menos sesenta y cinco, o sabe Dios si más, aunque no los aparentaba. ¿Qué le podía ofrecer: trabajar gratis en la cocina para siempre, oliendo a fritanga y sirviendo tapas? Y, por otro lado, a qué venía eso de que iba a arder Troya y que si ella le ponía… ¿Acaso quería un cuerpo algo más joven que el de León o Alfonso? Tampoco él era para tirar cohetes.
A eso de las cuatro de la tarde, poco antes de echar el cierre del bar, una vez medio recogida la cocina, se sentaron Amalia e Indalecio para comer algo.
—¿Cansada?
—Ojalá.
—No sé qué voy a hacer. La caja está temblando.
—Ya pasará este arrechucho. Vendrán tiempos mejores.
—Tú no los verás.
—¿Me despides?
—¿De verdad quieres seguir viniendo aquí para lo poco que puedo darte?
—¿No has pensado que tal vez me das mucho más de lo que crees?
—¿Yo? Eso es cosa de León, o de Alfonso.
—¿Por qué te tienes en tan poco?
Amalia le tomó la mano. En la mesa había migajas de pan y cercos de vasos, un servilletero de papel y dos platillos con mollejas. Las cañas de cerveza estaban mediadas. Indalecio sintió el tacto de la mano regordeta de Amalia y se estremeció. Su sexo dio señales de vida y se sintió confuso. Intentó levantarse para poner más cerveza, pero Amalia lo retuvo apretándole más la mano.
—¿Qué quieres conmigo? –preguntó él.
—Te quiero a ti.
—¿Por qué sois así las mujeres?
—¿Todas? ¿A tantas has conocido?
—No sé lo que digo.
—¿No crees que podemos entendernos bien?
—No he pensado en casarme. Hace ya mucho tiempo que dejé a un lado esa idea.
—Ni yo tampoco. ¿O crees que voy a dejar de cobrar la pensión de viudedad por casarme? No soy tonta. No hay que casarse para estar juntos un hombre y una mujer.
—¿Y León?
—León ha sido un hallazgo maravilloso que me ha hecho ver que aún estoy viva. ¿Me entiendes?
—¿Te ha rechazado?
—No. Soy yo quien tiene la cabeza en su sitio. Él, en cierto modo, me ha traído hasta ti. ¿No lo has pensado?
Amalia, pasó su mano libre bajo la mesa y buscó la entrepierna de Indalecio. La palpó, se sonrió, lo miró a los ojos y le preguntó:
—¿Y esto…?
Indalecio bajó los ojos avergonzado.
***

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