
Hay un refrán castellano que dice: «¡Ha sido peor el remedio que la enfermedad!». Cuando las incontroladas turbas procedieron a desvalijar las iglesias, sacando de ellas Santos, Vírgenes, ropas y todos los enseres sagrados que en esos recintos había y haciendo una hoguera en la puerta de los templos, donde el fuego iba consumiéndolo todo, una sola iglesia en Úbeda se libró de ser asaltada: la de la Trinidad. Con dolor vi varias de esas fogatas. La de San Pedro y la del Salvador, aunque desde lejos se podían ver las columnas de humo, que se elevaban al cielo de otros templos.
El olor acre a pintura derretida y quemada se respiraba en los cuatro puntos cardinales de nuestro pueblo, y a veces se hacía insoportable. ¡Cómo parecía llorar la Virgen cuando, en el centro de la hoguera, el fuego iba consumiendo sus ropas y las llamas llegaban a su semblante! La pintura se derretía. Por sus mejillas bajaban gotas que parecían lágrimas. No lágrimas claras, como los humanos derramamos en alguna tribulación, sino de sangre, de dolor de ver que muchos ‑de los que alimentaban la hoguera y que ella había visto bautizar, habían comido ese Pan que es Dios en su Primera Comunión, la habían incluso llevado en sus hombros (a Nuestra Madre), y ahora, malos hijos‑ renegaban de Ella, la vilipendiaban, imitando muy bien a Judas.
La iglesia de la Trinidad la regentaban los padres Escolapios y allí tenían un colegio, donde varias generaciones se habían educado, la mayoría de gente pudiente, pues creo que el colegio era de pago.
Tuve ocasión de entrar en el taller de electricidad que el padre Mazárraga tenía. Mi jefe, Pepe Biedma, un día me dijo: «Coge este aparato de radio y vente conmigo». Atravesamos la Corredera, subimos las escaleras que dan acceso a la puerta de la iglesia que hay en la calle Trinidad, ascendimos a las dependencias superiores, atravesamos el coro y entramos a unas habitaciones, cuyos balcones de antepecho dan a la Corredera, frente a la tienda de donde habíamos salido. Llamó a la puerta y enseguida se abrió. Afablemente nos invitó a que pasáramos.
—Pepe, ¿qué le trae por aquí?
—Pues mire usted padre, que este aparato no canta.
—¿Que no canta?, pues «Gallo que no canta algo tiene en la garganta».
A pesar de su seriedad, era jovial. El aparato era de esas primeras radios que necesitaban tener antena en el tejado. Era de las primeras que existían y aquí, en Úbeda, quienes la tenían se podían contar con los dedos de la mano. A mí me causó, el padre Mazárraga, buena impresión. Era delgado, alto, serio pero afable. Mientras ellos dialogaban, yo, con mi vista, pasé y escudriñé todo el recinto. Había una mesa larga y estrecha con un tornillo en un extremo, en la pared enchufes y clavijas, cordones de la luz estilo tomiza ‘soguilla de esparto’, y en la mesa varios aparatos estaban desarmados.
Con este señor, además de ser cura, la electricidad no tenía secretos para él y, después de cumplir con sus deberes eclesiásticos, todo su tiempo lo dedicaba a esos menesteres, lo mismo que otros de la comunidad se dedicaban a la enseñanza. Como digo, su fama era tal ‑referente a la electricidad‑ que los que mal regían esos días el pueblo, cuando empezaron los saqueos y quema, pusieron en esa iglesia, en cada puerta, un policía de asalto, que así se denominaba a esos guardias. El miedo a que en ese templo hubiese alguna trampa, o cables, o algo que pudiera dañar a quien lo intentara, les hizo tomar esa decisión. Todos los templos habían sufrido ese asalto y expoliación. En todas las plazas y puertas de las iglesias se veían las huellas de esas fogatas, mucho después de haberse terminado la guerra.
Las últimas huellas de esas hogueras fueron las de la iglesia de San Nicolás, pues desaparecieron cuando embaldosaron y ajardinaron la plazuela y la puerta de ese templo. Varias décadas después, veía a diario la circunferencia negra y las piedras calcinadas, de esa tragedia que se desarrolló en el cálido verano del año 1936.
Un día de agosto, cuando la vida del pueblo parecía discurrir por cauces diferentes a los aconteceres anteriores, la puerta de la iglesia de la Trinidad se abría de par en par y una cuadrilla de hombres, armados con hachas y ordenadamente, procedió a destruir todo lo que en su interior había de madera, como altares, bancos, confesionarios y, ¡cómo no!, santos e imágenes.
En las rampas que dan acceso a la entrada de ese templo, iban depositando todo lo que ordenadamente iban destruyendo. Desde mi trabajo, enfrente, podía ver el ir y venir que tenían esos hombres en su destructivo afán. En ese templo no quedó ni el cancel, pues todo se destruyó ordenadamente.
¡Fue peor el remedio que la enfermedad!
Al padre Mazárraga, en ese tiempo, no le hicieron ningún daño. La familia Dámaso, que era de electricistas, se hizo cargo de él. Convivía con ellos y ¡cuánto aprendieron! Por aquí se veía a diario pasar por sus calles, vestido con su mono azul y su libro bajo el brazo, procedente del Paseíllo del León, donde solía pasear por las mañanas. El Paseíllo del León era lo que hoy es la Avenida de Cristo Rey.
Entonces, lo que hoy son las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia era todo eras y enfrente había una valla, que tenía varias entradas con diversas escaleras para subir al paseo que se le conocía como el Paseíllo del León.