Últimamente, Maurice se había percatado de que Angelo miraba con diferente atención a las mujeres: a las jóvenes criadas que se cruzaban por los pasillos del hotel y a las chicas que paseaban por las calles de Davos; y que, con frecuencia, se volvía para seguir mirándolas después de que pasaran a su lado. Y, si alguna de ellas giraba la cabeza, entonces contenía su paso y le enviaba una amplia sonrisa, de hecho más ingenua que insinuante.
Por todo esto, Maurice reventaba de celos, tiraba del brazo de Angelo y solía sermonearlo, diciéndole que actuara con la reserva de un sujeto de su rango, la prudencia de un hombre de su distinción y la delicadeza de una persona sentimentalmente comprometida.
—Porque no te das cuenta, querido Angelo, del daño que me haces, cada vez que te comportas así. Si has dejado de quererme, dímelo, por favor, dímelo, aunque me hunda en el más tenebroso de los infiernos. Pero no me engañes, ni juegues con mis sentimientos.
Así solía empezar el chantaje sentimental de Maurice, cuando sorprendía a Angelo mirando como embobado el rítmico y sabio movimiento de las caderas de alguna joven. Luego, durante unos minutos, fingía un abatimiento sin retorno, hasta que Angelo le cosquilleaba la palma de la mano o le susurraba al oído unas palabras que parecían tener los atributos de un bálsamo consolador y reconfortante.
Es lo que hizo Angelo, cuando oyó la voz de la “rubia del póquer” preguntado por él, a la puerta del piso del hotel. Estaba secándose el pelo con la toalla, tras haberse duchado, cuando oyó unas palabras melosas que decían:
—¿Le puede usted decir a don Angelo que he venido a verlo y que lo estoy esperando?
Maurice, que no sabía qué responder, se alegró cuando sintió que Angelo se acercaba por detrás y, con voz sosegada y dispuesta, le decía a la altura de su oído, casi acariciándolo:
—Respóndele, a la señorita, que no estoy.
Con qué satisfacción irónica repitió Maurice aquella frase que dejaba a la “rubia del póquer” sin más alternativa que la de darse la vuelta en silencio y con las mejillas sonrojadas. Y con qué gozo interior empujó Maurice la puerta y apoyaba en ella lentamente la espalda, mientras arqueaba las cejas, cerraba los párpados y respiraba hondo. Por eso, cuando Alfonso oyó en el móvil la voz de Maurice, le pareció tan alegre y serena como la de aquel día en que, después de tantos años, se vieron en la terraza del Schalplatz.
—Disponemos de poco tiempo para despedirnos —le dijo Maurice—; pero será suficiente para tomar algo juntos en la terraza del hotel.
—Y para que detallemos el asunto de los mafiosos —puntualizó Alfonso, pensando que Maurice olvidaba que se había brindado para ocuparse de los Corleone—.
—Naturalmente,naturalmente —asintió Maurice, a quien, efectivamente, el último encontronazocon Angelo le había hecho olvidar su promesa—. Terminamos de hacer las maletasy dentro de una hora subimos a la terraza.