Amalia se arrepintió pronto de su ligereza. Cómo había podido caer en la trampa. Seguro que León… No, imposible, León no era de ese tipo de hombres. Se le ve venir de cara. Aunque, pensaba, si el que iba a pagar era Alfonso, podrido de dinero, qué más le hubiera dado pedir ocho que ochenta. Pensaba todas estas cosas mientras trajinaba en la cocina, preparando unas tagarninas para las tapas calientes de la noche.
A las cuatro en punto de la tarde del día siguiente, León recibió una llamada de Amalia:
—Pues claro —reaccionó de inmediato a la ironía de Amalia—; doy cita como los médicos. Uno tiene su prestigio…
—Anda, no seas fantasma. Quedamos a las cuatro y media. ¿Me esperas a la puerta de la casa de Alfonso?
Amalia llegó con una bolsa de plástico de unos grandes almacenes y vestida con un babi de color verde quirófano. Nunca había traspasado la verja del jardín. Lo miraba todo.
El gran portón entreabierto daba paso a un amplio vestíbulo con una cristalera multicolor. León dio al interruptor general de la luz y fue encendiendo lámparas hasta poder descorrer las cortinas. Amalia no salía de su asombro.
—¡Pero si el salón es más grande que mi piso entero! Aquí tengo yo faena para varios días… Yo no sabía lo que era esto.
León le mostró el trasterillo donde se guardaba los útiles de limpieza.
—¿Sabes? Hay que ser práctica: voy a empezar por la planta de arriba, la de los dormitorios y los baños. Y me voy haciendo una idea de cuánto tiempo me va a llevar esto.
—Bueno, pues si no vienes a ayudarme en la faena, te das una vuelta, te acercas a La Luna o haz lo que quieras, pero a mí me dejas trabajar a mi manera.
León abandonó el palacete de Alfonso, dejando a la sorprendida Amalia recorriendo los cuartos, los pasillos y los baños. En el dormitorio principal, se quedó extasiada. Nunca había visto una cama tan grande. Podían dormir cuatro personas y ninguna se rozaría con la otra aunque se movieran en sueño. «¿Para qué querrá Alfonso una cama tan grande?», pensó. Y se lo imaginó revolcándose en el lecho con cinco o seis mujeres a la vez. Y, sin saber por qué, pensó en León, no en Indalecio. Se sonrió de su malicia. Y canturreando: «Dime que me quieres/, dímelo, por Dios/; aunque no lo sientas/, aunque sea mentira/, pero dímelo…».
Sin que Amalia lo llamara, apareció León, algo preocupado, en la casa de Alfonso. Eran las nueve de la noche, algo pasadas. Todo estaba en silencio. Desde la planta alta llegaba un fuerte olor a lejía y productos de limpieza. Ya no olía a casa cerrada. Desde el vestíbulo León llamó:
No respondía nadie. Subió León las escaleras y llamó de nuevo:
De uno de los baños salía el ruido de la ducha. León pensó que, quizás al salir, Amalia había dejado abierto un grifo y se dispuso a cerrarlo
La puerta del baño estaba abierta y la mampara de la ducha corrida.
León, sonrojado, tuvo la intención de alejarse, pero la corredera de la mampara se deslizó y apareció Amalia, desnuda, con toda su carnalidad abundante a la vista del hombre que, incrédulo, se detuvo en mirarla de arriba abajo. Hacía ya muchos años que no veía a una mujer desnuda. A pesar de su edad, Amalia conservaba un encanto natural nada despreciable.
León estaba aturdido. La inesperada situación lo sobrepasaba.
—Dame en la espalda, yo ya no llego —le pidió Amalia, entregándole una manopla violeta impregnada de un gel de hierbas, el de Alfonso—.
—León, la espalda, no voy a estar aquí toda la noche. ¿O es que me quieres contemplar todavía mejor?
León se dispuso a obedecerla. Ella se volvió y él, suavemente, comenzó a pasar la manopla por la piel morena del torso de la mujer que aún conservaba las señales del bañador.