26-09-2011.
Cuando entró en el hall del casino, Alfonso se extrañó de ver que Maurice estaba solo.
—¿Y Angelo? ¿Le ha ocurrido algo? —se preocupó Alfonso—.
—Angelo vendrá más tarde —le contestó Maurice—. Ahora está haciendo su ejercicio de concentración mental, como lo haría un ajedrecista en la final de un gran torneo o un atleta antes de correr los cien metros lisos. Entre tanto, si te parece bien, vamos a la ruleta.
Maurice se había cambiado totalmente de indumentaria. Vestía camisa blanca punteada de circulitos grises, cruzada de arriba abajo de finas rayas verdes. Pantalón de felpa y zapatos de color marrón claro. Un canotier parisino con cinta verde y ligeramente inclinado sobre la oreja, como lo llevaba Fred Astaire en la película Swing romance, completaba el vistoso atavío que despertó rumores festivos entre los clientes de la ruleta. Él, impertérrito a las miradas burlonas, cambió en fichas la suma correspondiente a mil francos. Acostumbraba a jugar la apuesta llamada «recta» o «sencilla»: siempre el mismo color y los números relacionados con la edad y nacimiento de Angelo. Nunca apostaba una cantidad inferior a cien francos.
Mucho más prudente, Alfonso diversificaba sus apuestas. Ya había ganado Maurice el doble de la cantidad con que había empezado, cuando apareció Angelo. Llevaba las gafas oscuras y desmesuradas y el sombrero tirolés de Maurice. Un jeans envejecido y un chaleco con rombos de color pistacho le daban un aire de cowboy despistado.
—Angelo piensa —dijo Maurice— que ponerse mis gafas de sol y mi tirolés le trae suerte. Es un poco maníaco. Pero nada de eso disminuye la confianza en sí mismo. Lo del chaleco es una extravagancia suya que, según él, suele distraer a sus contrincantes. Inter nos, yo no me lo creo; pero lo cierto es que raramente pierde.
Sin ni siquiera dirigirles una mirada, Angelo se fue directamente a la mesa de póquer. Le hizo una seña al crupier y éste le indicó un asiento. Había seis jugadores. Uno de ellos era una mujer, rubia, de aspecto eslavo. Como la rusa que describe Thomas Mann en La montaña mágica.
Maurice y Alfonso se colocaron en una mesa, desde donde se divisaba perfectamente cada gesto de los jugadores. Y vieron cómo imperturbablemente, sin el menor pestañeo, Angelo iba acumulando montoncitos de fichas. Y cómo uno tras otro, los jugadores se levantaban y se iban con aire de derrota.
A Alfonso le hubiera gustado entablar una conversación con Maurice, por ejemplo, acerca de su nuevo trabajo en los laboratorios de Sandoz, o de cómo pensaban ayudarlo en su querella con el mafioso Corleone. Pero Maurice se cruzó la boca con el dedo índice y le dijo:
—No, por favor, Alfonso. Calla y observa el labio superior de Angelo: cuando le tiembla así, tenuamente como alillas de gorrión, es porque tiene un juego excelente. Pero esperará a que alguien haga una gran apuesta y entonces morderá como serpiente de cascabel.
Cuando solicitaron al camarero el tercer güisqui, Alfonso ya no pudo contenerse y preguntó:
—Oye, Maurice: si Angelo es una de las grandes fortunas italianas, ¿me quieres decir para qué quiere ganar tanto dinero?
—El dinero nunca hace daño —respondió Maurice sin quitar los ojos de Angelo—. Bien lo sabes tú. Pero en el caso de mon petit ami, él no juega por ganar. Lo que le gusta es vencer. Es sencillamente el placer de la victoria. Pero no pienses que Angelo dilapida su enorme capital. Al contrario. Te sorprenderías si te contara en qué gasta buena parte del dinero. Ahí donde lo tienes, ese chico es un ángel. Tiene apadrinados a una veintena de niños y niñas pobres peruanos; patrocina media docena de fundaciones caritativas en África subsahariana; subvenciona la investigación sobre enfermedades como la esclerosis múltiple, el cáncer de páncreas, etc., etc. Para qué te voy a contar…
Maurice terminó la retahíla de elogios cuando vio que el último jugador de póquer, precisamente la mujer rubia, se levantaba y, sonriente, le extendía la mano a Angelo como despidiéndose de él. Angelo la besó con ademán distinguido y cruzaron una palabras. Mientras el crupier contaba las fichas que Angelo había acumulado y hacía grupitos según los colores, Maurice le dijo a Alfonso con una mirada penetrante y dulce:
—Me gustaría, amigo Alfonso, que comprendieras de manera correcta lo que está pasando entre Angelo y yo. Lo nuestro es una relación de sentimiento, de afecto profundo, sincero, limpio y libre. No sé si llegas a entenderme: es un amor sin sexo. Es algo así como lo que sentía Jesús por su joven discípulo Juan. ¿No te lo dijeron nunca los jesuitas en tu internado? Mira… para que te enteres de una vez, te voy a poner un ejemplo: no me extrañaría que esta noche Angelo se acostara con la rubia del póquer. ¿Y por qué no? Yo no le guardaré ningún resentimiento. Y, mañana por la mañana, tomaremos el desayuno juntos como si nada hubiera pasado.
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