23-09-2011.
Indalecio no había visto nunca el mar. Solo en las películas y en la tele. Cuando junto a Amalia pisó la arena de la playa se detuvo ‑los brazos caídos, la mirada perdida en el horizonte, la respiración moderada, como si no quisiera hacer ruido para escuchar solamente el sonido del mar‑. En silencio, contempló aquella inmensidad moviente ‑azulada y verdosa, con olas tímidas y espumeantes‑ sobrecogido, entre el entusiasmo de lo reconocible y el sentimiento de pequeñez como ser humano.
Tanta grandeza frente a él le sobrepasaba. No tenía palabras. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se sintió como un niño al que le regalaran el juguete largo tiempo ansiado. Amalia, a su lado, guardaba un respetuoso silencio. Sabía que estaba acompañando a un hombre sencillo que no sabía explicarse tanta grandeza. Y el olor. Ni el cine ni la televisión eran capaces de transmitir el perfume del mar. Una mezcla de olores amalgamados que daban como resultado uno más sutil y escondido, penetrante y evanescente.
—El mar huele como tú.
Fue lo primero que dijo Indalecio, después de casi cinco minutos de profundo silencio.
—¿Cómo yo? ¿Qué yo huelo a marisco, salitre, rocas y algas? —preguntó Amalia, como queriendo romper el encanto del piropo—. ¡Qué ocurrencias tienes!
—Me parece que no has entendido. Huele a nuevo.
—¡Huy, a nuevo! Yo soy ya más vieja que Matusalén y la reina de Saba.
—Si tú eres la reina de Saba, yo soy Salomón. Un Salomón que vive en la Luna, aunque más pobre que una rata y sin sabiduría: un Salomón de barrio.
—Bueno, anda, déjate de biblia y tabernas. ¿Te vas a meter en el agua o no? Nos está mirando todo el mundo.
Indalecio se acercó al sitio donde habían dejado la sombrilla, las dos sillas de playa, las toallas y la bolsa con los bocadillos y las bebidas. Con enorme timidez, se bajó los pantalones y sus piernas flacas, blanquecinas y de escasa pelambre quedaron al aire. La camiseta azulona con letras blancas descoloridas que decían
MIAMI BEACH
SAYLOR
la colocó en el respaldar de la silla. En su pecho cadavérico se dibujaban las costillas. En torno a las mamas, unos matojos ralos de pelambrera entrecana ocultaban los pezoncillos. Un bañador antiguo y corto, descatalogado, cubría escasamente sus nalgas. Amalia no pudo menos que sonreír al ver aquel cuerpo quijotesco. Pero, en el fondo, sentía cierta ternura por aquel hombre. Ella se desprendió de un caftán de mercadillo, de color frambuesa con los adornos negros, y dejó ver su cuerpo aguerrido y prieto enfundado en un bañador de licra ‑que reducía los michelines‑, de ramajes marrones, crema y azules.
—Vamos, Indalecio; vamos a darnos el primer chapuzón —invitó socarrona, ante la duda y el temor que mostraba el hombre—. Que no se diga.
Avanzaron cogidos de la mano, como dos chiquillos o dos adolescentes. Ella notaba la presión de la mano de él. No dijo nada. Sabía que era la primera vez que Indalecio se metía en el mar.
La primera impresión del agua, subiéndole desde los tobillos a los muslos y luego hasta la cintura, fue para Indalecio una experiencia única. Estaba acobardado. Tres pasos más allá y no haría pie. El mar lo cubriría. Y, como un niño temeroso, se acuclilló para simular que el agua le llegaba al cuello.
—Tienes que meter la cabeza. Es conveniente para evitar un golpe de calor —le avisó Amalia—. Mira, así.
Amalia se tapó la nariz haciendo una pinza con los dedos pulgar e índice y metió la cabeza en el agua. Tardó en salir. A Indalecio le parecieron una eternidad aquellos segundos.
—¿Ves? Es muy fácil. Ahora te toca a ti.
Indalecio obedeció a la instructora e hizo los mismos movimientos, pero perdió el equilibrio, soltó la pinza de la nariz, manoteó angustiosamente y tragó agua por la boca, la nariz y los oídos. Amalia lo rescató riendo a carcajadas y, abrazándolo como si fuera un náufrago, lo alzó y lo acercó a la orilla. Indalecio tosía, hacía espasmos de vómitos, respiraba agitadamente y escupía espumas.
Aquel día, además del olor del mar, reconoció su sabor.
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