Maurice, aquel amigo alegre cuando acompañaba a Alfonso, pero taciturno e impenetrable cuando estaba en su despacho de la Nestlé, ahora parecía totalmente otro. Tras el abrazo de rigor, Maurice llamó con un gesto de la mano a un hombre joven que se había quedado detrás, observando la escena.
—Te presento a Angelo. Es italiano. Es más que un simple amigo. Es… mi querido compañero. Mon petit ami.
Angelo era un hombre joven de una treintena de años, alto, delgado, pálido, de aspecto distinguido y ademanes pausados, casi ceremoniosos, vestido todo de blanco con camisa de lino y manga corta, pantalón de algodón y sombrero de fieltro, también blanco. Al darle la mano a Alfonso, Angelo lo miró fíjamente con sus bellos ojos azules; a Alfonso aquella mano le pareció suave como piel de melocotón.
Alfonso los invitó a tomar aperitivo.
—Nos conocimos en el casino de Montreux —explicaba Maurice, sentado entre Angelo y Alfonso— poco después de que la Nestlé me licenciara en Vevey. Estábamos jugando a la ruleta. En una apuesta importante, nos cruzamos la mirada, nos sonreímos e inmediatamente saltó la chispa. Ya me entiendes. Nos fuimos al bar, tomamos unas copas, le hablé de mi situación y me propuso un trabajo interesante en la sección de investigación de somníferos y antidepresivos de los laboratorios de Ciba Geigy. No fue complicado obtener el puesto: el padre de Angelo posee el veinte por ciento de las acciones de la Ciba.
Alfonso oía la explicación de Maurice con los ojos puestos en las ya enrojecidas cumbres del Jakobshorn y Brämabüel. Una sigilosa capa de sombra se iba desplegando sobre Davos. Volvió la mirada a Maurice al tiempo que éste, como anticipándose, le dijo:
—Que ¿qué me gusta de él? Pues mira: es joven, guapo, más tímido que discreto y… rico. ¿Qué más puedo desear?
Y perdiendo la mirada por las alturas de los Alpes, Maurice añadió:
—Sé que estás pensando que por qué un hombre y no una mujer. Pues mira, te respondo lo que un día parece ser que le dijo Lorca a un amigo que le hizo esa misma pregunta: «¿Por qué deshechar el cincuenta por ciento de la humanidad?».
—No, no, si tú eres libre de hacer de tu vida lo que quieras —dijo Alfonso como disculpándose, y luego, antes de dar el último sorbo a la piña colada, añadió—; pero admite que, cuando menos, es sorprendente…
—Y por si fuera poco, Angelo me adora —añadió Maurice, haciendo como que no escuchaba a Alfonso—. Por eso, ten cuidado cher Alfonso, porque puede ser terriblemente celoso. Es su único defecto…
A todo esto, Angelo hojeaba una revista de moda, mientras succionaba voluptuosamente la paja de su piña colada.
—¿Y si nos fuéramos a cenar, cariño? —soltó, sin levantar la mirada de la revista—. Son las siete pasadas…
Efectivamente, la terraza-bar se iba vaciando de clientes, los cuales, sin duda, se encaminaban a uno de los tres restaurantes del hotel.
—Hoy hay una propuesta de menú español en el restaurante del segundo piso —dijo Maurice—. Creo que el cocinero es excelente. ¿Por qué no cenamos juntos y nos cuentas, Alfonso, qué has venido a hacer aquí y cómo te ha ido por España después de tu jubilación?
Aunque le encantaba cambiar de restaurante y de menú en cada comida, aunque le divertía observar a los comensales y hacer hipótesis acerca de la nacionalidad, de si serían pareja o no, de quiénes podrían ser, etc., la verdad es que Alfonso ya empezaba a aburrirse de comer solo en una mesa, casi siempre ubicada en algún rincón del restaurante. La propuesta de Maurice le agradó, sobre todo porque así podría recordar a su amigo León y contar, por ejemplo, la historia de Rosalva, los problemas con el mafioso sevillano…
—De acuerdo —dijo rápidamente Alfonso—. Y si os parece bien, cuando terminemos nos vamos al casino. A mí también me gusta jugar a la ruleta.
Angelo sonrió al oír la propuesta de Alfonso. Cuando iba a contestar, Maurice se anticipó diciendo:
— Tú y yo, podemos echar un rato en la ruleta. Es divertida. Pero a Angelo lo que de verdad le encanta es jugar al póquer. Ahí es un lince, un auténtico campeón. Y como le sobra dinero, puede permitirse locuras. No le tiene miedo a nada. Verlo jugar es un verdadero espectáculo. Además, tiene la ventaja de que aquí no lo conoce casi nadie. Ya verás, ya verás: un colosal y al mismo tiempo aterrador espectáculo. Te da la adrenalina unos leñazos…
(NOTA DEL NARRADOR: El lector se habrá percatado de que en esta Nube las conversaciones habidas entre Alfonso, Maurice y Angelo se han proseguido sólo en español. Aunque el Autor las había pensado en francés, alemán e italiano, yo –narrador‑ me he permitido traducirlas al español por dos razones: porque ése es nuestro idioma y porque no pienso que se le pueda exigir al lector que sea políglota. Y lo mismo haré mientras Alfonso esté en Suiza.)