No habían ido muy bien las cosas por La Luna. Indalecio tuvo que cerrar el bar en agosto. Ni un alma. En julio ya tuvo pérdidas. Cuatro cafés mal contados, unos refrescos o unos botellines no daban para pagar la luz, la contribución, los suministros y el jornalillo de Amalia. Además, el bar no tenía aire acondicionado. Así que Indalecio le dijo a Amalia la última semana de julio:
—Voy a cerrar en agosto. Ya ves la caja que hacemos a diario: ni pa pipas. Pa qué engañarnos. Y agosto va a ser peor. No hay un puñetero euro y la gente que viene por aquí ya ves lo que son. No se estiran.
Amalia lo entendía perfectamente. De modo que le dijo generosamente a Indalecio:
—Ni hablar —reaccionó avergonzado—. Las horas de este mes te las pago, aunque me quede sin una perra chica; faltaría más.
Amalia miró a los ojos a Indalecio con esa manera entre pícara y maternal con que solía mirar a algunos hombres, como había mirado a León en el primer encuentro y al propio Alfonso.
—Yo tengo mi paguita. Pa comer no me falta, gracias a Dios. Yo, a mi edad, necesito poco. Ya me has ayudado…
—Tú. Las horas que echo en este bar me han servido de desahogo más que de trabajo. Tú eres un tipo legal.
Indalecio le tomó las manos a Amalia: las tenía húmedas del último fregado. Amalia se estremeció. Estaba demasiado sensible últimamente. No se lo podía explicar. ¡Qué extraña y jodida era la vida! Tantos años viuda, sin que ningún hombre le llamara la atención y de pronto, tres: León, “el bueno” –pensó–; Alfonso, “el exquisito”; e Indalecio, “el sencillo”.
—Gracias —respondió Indalecio con los ojos humedecidos y sin retirar las manos de las de la mujer, que tampoco hacía nada por separarlas.
El treinta y uno de julio, Indalecio había preparado un sobre con algunas pequeñas manchas aceitosas en una esquina. Era el mismo del de la factura de la luz. Dentro había introducido unos euros. Eran las once de la noche e iban a echar el cierre metálico. Dentro del bar, en penumbra, Amalia e Indalecio recogían las últimas sillas y ordenaban un poco el vasar y la pobre y desconchada vajilla. Salieron los dos. Indalecio colocó un cartelito escrito a mano, pegado con fixo:
CERRADO POR VACACIONES HASTA EL 1 DE SEPTIEMBRE
PERDONEN LAS MOLESTIAS
LA EMPRESA
Aquello quedaba muy bien. El mismo letrero con parecidas palabras las había visto Indalecio en algunos pequeños comercios de la zona. La verdad es que lo de vacaciones era un eufemismo. Indalecio no había tenido vacaciones nunca en su vida. No sabía ni siquiera lo que era el mar.
—Oye, Indalecio, mira, por qué no vamos un domingo de estos a la playa. En mi pueblo salen excursiones todos los domingos. Van a las playas de Huelva, que son las que están más cerca. Podíamos ir juntos.
—¿Te atreverías a llevarme? —preguntó con la inocencia de un niño—.
—De eso no te preocupes. Yo preparo los filetes empanaos, la tortilla de patata y el melón. Tú te encargas de llevarte la bebida.
—La asociación de vecinos lo pone muy económico. Los acompañantes van al mismo precio. ¿No tienes quince euros?
—Pues no digas nada más. Te llamo y quedamos para uno o dos domingos, según nos vaya…
—Mira, Indalecio… Tu madre se puede valer por sí sola. Un día es un día. Tú no eres un crío y ella tiene que comprender…
Indalecio, aquella noche no pudo dormir, pensando en cómo decírselo a su madre y deseando al mismo tiempo que Amalia llamara de inmediato para ir con ella el primer domingo.