El martirio de otro inocente

01-09-2011.

Hacía tres días del asalto a la cárcel y la posterior ejecución de sus des­graciados internos. Ese día, como de costumbre, mi hermano y yo nos fuimos al trabajo. El ambiente que se respiraba por todos sitios era el mismo de días anteriores: milicianos armados, milicianas que les acompañaban dando voces y gritos, alardeando de patriotismo y dando saludos con el puño cerrado.

«¡Mueran los fascistas!», «¡Abajo el clero!» eran las frases más oídas en esos días. A la tienda y al taller, entraban muchos de esos milicianos con armas viejas, para que les hicieran fundas y correajes para colgárselos y lucirlos. El jefe, a todos los atendía lo mejor que podía, pues no eran momentos para llevarles la contraria, después de ver lo que sucedía a su alrededor.

Ese día, después de consumida la jornada de trabajo de la mañana, nos encaminamos a mi casa para hacer la comida del medio día. Enfrente de ella estaban las eras donde hoy está situado uno de los edificios más altos de Úbeda: La Chopera. Para subir a las eras, había que traspasar un padrón y un trozo de pared, que yo a diario subía para jugar a la pelota.

Mi madre puso la mesa e íbamos a proceder a comer, cuando sentimos un disparo que nos alarmó a todos. Nos asomamos a la puerta y varios vecinos hicieron lo mismo que nosotros. Influidos por la curiosidad, dirigíamos nuestras miradas al sitio donde creíamos que había ocurrido el disparo: las eras; y allí nos encaminamos, deseosos de saberlo. Cuando trepamos el padrón y llegamos a la explanación, no se veía nada, pues las hacinas de mieses lo impedían. Atravesamos varias de ellas y, en el claro que hacía una parva a medio trillar, vimos a un grupo de gente que hacía un círculo. Nos acercamos a él y, en el suelo, yacía el cuerpo sin vida de un hombre, entre las pajas manchadas de inocente sangre trabajadora, pues vimos sus callosas manos, propias de un asalariado.

Este desgraciado se había ocultado, la noche trágica, en la alcan­tarilla de la cárcel y allí llevaba tres días oculto. Quizás, sin saber el tiempo que llevaba en ese estado, sin comer ni beber, sin amparo de nadie, acorralado por el pensamiento en su libertad, en su familia, en sus hijos, en su esposa… creyó que era el momento de escapar y salir de su escondite y respirar bocanadas de aire puro. Le deslumbraría el sol que, a esa hora, tan claro estaba en los primeros días de agosto y emprendería una ligera carrera en busca de su ansiada libertad, sin darse cuenta de que, en ese momento, pasó un desalmado que, haciendo alarde de “valentía”, descargó su escopeta sobre él, segándole la vida que tanto había sufrido para conservarla.

El tiro se la arrebató certera e instantáneamente, pues, desde que se escuchó el disparo hasta que lo vi muerto, habían transcurrido tres o cuatro minutos. Cuando llegué, ya estaba completamente muerto, con sus sucios pantalones de pana, con su manchada blusa. Todos coincidían en el mismo pensamiento. «¡Este hombre es un obrero!». Qué paradoja: «¡Abajo los ricos!, ¡Mueran los curas!, ¡Viva la libertad!» y UHP (Uníos Hermanos Proletarios o Uníos Hijos del Proletariado) y los mismos que alardeaban de igualdad, libertad y fraternidad daban muerte a un trabajador.

Este obrero mártir fue uno de los veintitrés hombres que trajeron del pueblo de Larva y aquí, en nuestro siempre noble pueblo, encontraron la muerte por el sólo hecho de sus vecinos tenerles envidia. Esa envidia que los humanos dejamos desarrollar en nuestro ser, al ver que otros, por su trabajo y honradez, llegan a metas que nosotros somos incapaces de alcanzar por nuestra inercia.

Al siguiente año y en los sucesivos, por la efeméride del asalto a la cárcel, en la iglesia de San Miguel de los Carmelitas Descalzos se ha venido celebrando un funeral por el alma de esos mártires, al que los familiares acudían en masa. Hoy, pasado tanto tiempo, al morirse todos sus íntimos, ya nadie se acuerda de ellos y no se celebra.

Fue otra víctima inocente más, que mis jóvenes ojos vieron al natural.

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