Cuando llega diciembre se pasa siempre una orden a los colegios para que se hagan actos institucionales y educativos referentes a la Constitución. Siempre la misma orden.
El profesorado, como es su deber, cumple con mayor o menor entusiasmo tal mandato. A nivel de aula y a nivel de centro. Y cada año se repiten los mismos tópicos, los mismos actos en una rutinaria secuencia que deja cada vez más al descubierto la inanidad y vacuidad a la que se ha llegado. Y recuerdo mis años de estudiante, cuando trataba de explicar el profesor de Política, ante nuestra insistencia, la semejanza del Movimiento con un pantano que encauzaba las aguas populares y se le notaba la poca convicción que ponía en ello.
La sacrosanta Constitución intocable resulta que es tocable con rapidez y arteros métodos. Vamos, que se la puede violar si uno se da maña. Lo que se nos estuvo diciendo siempre, y haciendo explicar sin convicción alguna, era una mera táctica de los políticos (pensando en nuestro bien, no se olvide) para dejar las cosas siempre como están y no abrir un melón que podría ser incomestible. Pa tirarlo, vaya.
Algunos reclamaban reformas constitucionales hace mucho tiempo atrás. Las cosas habían ido rodando y se veía a las claras que la revisión y la puesta al día era necesaria; mas no, no se podía tocar; si eso se hacía, debiera serlo de manera prudente, pausada, muy meditada y por sus pasos supuestamente legales. La maquinaria para realizar reformas constitucionales debiera ser puesta en marcha a su debido tiempo (lo que en su lenguaje significaba más bien tarde y mejor nunca). Así que entrar en el tema de la reforma del Senado (o mejor su desaparición en la forma actual), del sistema autonómico, del electoral, de la modificación sucesoria (si no se abordaba como imperativa la disyuntiva monarquía-república) y más temas ya enquistados y hasta podridos, todo esto eran meras filfas, caprichos, ganas de entrar en problemas innecesarios y que, de enfrentarlos, habría que hacerlo por tramos y según los tiempos decididos para ello.
Y esos tiempos no llegaban, para los intereses de los dos partidos dominantes.
Hasta que alguien, desde afuera, llegó con la autoridad que da el ser más fuerte y dio un palmetazo en la mesa asustándolos:
—¡Corre, corre Pepito; corre, corre Juanito!
Y se pusieron a escribir en la libreta, con rapidez, según les dictaba el maestro exigente.
Ya no es inviolable la Constitución, ni tan sacra que no se la pueda tocar un pelo. Se le va a tocar un pelo, claro, sólo un pelo, y para eso no hace falta ni parsimonia, ni estudios, ni procesos legislativos largos y cansados. Menos todavía una consulta popular a toda la nación, como se había (se ve que erróneamente) interpretado y defendido. Se decide la modificación, se saca una ley para el caso, consensuada por los dos escolares castigados, se pone rápidamente en letra bonita y, ¡voilá!, ahí se ha hecho lo imposible ya posible. Tan sencillamente.
Quedamos los ciudadanos confundidos, los profesores desorientados (pues a ver qué explican este próximo diciembre), y todos burlados ante el desparpajo de estos políticos tan trabajadores que, mire usted, han sido capaces de sacarse leyes de la manga y a velocidad de vértigo, cuando les ha convenido.
Y ya van algunas estos últimos años. Luego, desde luego, ineficaces, mal aplicadas y peor cumplidas, reformadas a pocos meses de salir, o simplemente olvidadas. Pero las fabrican con diligencia inaudita. Asombro nos causa tal rapidez desconocida en nuestro país. Rabia también, que es darse cuenta de que a la ciudadanía la chotean de manera descarada y le birlan sus derechos y expectativas en aras de los intereses muy particulares de unos pocos, sean banqueros, empresarios, corporaciones varias y potentes, grupos políticos endogámicos y bien cerrados, chulos y chulas, prostitutos de la palabra, enchufados y enchufadas que no sirven sino para chuparnos la sangre, mugre adherida a los engranajes de una administración podrida e ineficaz, y demás ralea.
Encima quieren que los comprendamos.
—¡A la mierda! —que gritó el consagrado actor—.