El martirio de un inocente

22-08-2011.

Creo que fue en los primeros días de agosto, a partir de la trágica noche de la cárcel, cuando se llevó a cabo el crimen más colectivo, más abominable que se cometiera en nuestra, siempre tranquila, ciudad de Úbeda.

Cuando se inició diariamente, o mejor dicho, nocturnamente dar el paseo a muchos ciudadanos honrados y pacíficos, un grupo de varios hombres armados escogían por su cuenta a cualquier hombre que tenía dinero, era cura o había os­tentado algún cargo público o algo parecido. Iban a su casa montados en un coche negro, como sus pensamientos, y donde se paraban, la vecindad se podía echar a temblar. A la mañana siguiente ya corría el rumor. Se ha encontrado matado a don Fulano o a don Zetano en el camino de tal o de cual, o en el cementerio. Por esos días, no sé quién sería el autor, se escuchaba un cantar referente al paseo:

El paseíto mare es muy bonito,
por donde se pasean los señoritos,
los montan en un coche, les dan un paseíto
y en poco tiempo se quedan con Benito.

Benito era el conserje del cementerio. Yo pillaba cualquier cantar o copla corriendo y me la aprendía enseguida.

Un día de esos, cuando ya estábamos trabajando en el taller casi normalmente, subimos mi hermano Juan y yo a comer. Vimos algo de revuelo, gentes que an­daban presurosas y bajaban de la carretera de Vilches. Decían que en la misma puerta del campo de fútbol habían matado de un tiro a un cura. Mi madre, con la mesa puesta, procedía a hacer el gazpacho. «No os marchéis, que vamos a comer enseguida», nos dijo, viéndonos las intenciones. Pero lo hicimos, rogándole que fueran sólo dos minutos.

Mucha gente y la chiquillería cogimos carretera arriba hasta el campo de fútbol. Ese campo era uno de los dos que había en Úbeda, donde se practicaba el deporte. De ese recinto deportivo, su titular era el Iberia, un equipo de jóvenes que, después de su trabajo, entrenaban y arreglaban el campo y, cuando jugaban y tenían que hacer algún desplazamiento, con sus pocos ahorros, contribuían para que aquello fuera adelante. Entre la chiquillería todos eran populares. Dieste era el capitán y jugaba muy bien, pues había venido de Zaragoza; y “Mochuelo”, ¡qué patadones daba en la defensa!; y “el Zocato”, ¡cómo corría la línea, siendo el terror de los porteros!; “el Boni” o “la Bicicleta”, que así lo llamaban, pues parecían sus piernas la bicicleta de Induráin. “Botarras” era punto y aparte: ¡qué paradones, qué habilidad tenía con el balón, qué seguro estaba el equipo con él! Y, si omito algunos nombres más, es por puro olvido.

Otro equipo que había entonces era La Unión, que era el de los ricos; y el anterior, el de los pobres. En La Unión también había famosos, aunque no tantos como en el Iberia. El portero Brieva, los Barrios, el gordo Hernández, el de la Imprenta de la Loma y algún otro más. Siempre que se enfrentaban ganaban, ¡cómo no!, los nuestros. El campo de La Unión era donde hoy han puesto ese bonito complejo comercial, Continente. El defensa de La Unión, Hernández, se pasó al Iberia y le dio más consistencia.

Cuando llegamos al campo, a la puerta, en el centro de la carretera, allí es­taba tirado el cuerpo sin vida de un hombre que, como decían que era un cura, yo esperaba verlo con su negra sotana, y no fue así. Estaba vestido como un hombre cualquiera. Cuando llegamos allí, según decían algunas mujeres, una mujer había sido la que le dio el tiro que le causó la muerte. Ya hacía algún tiempo que había muerto, pues el hilo de sangre que salía de debajo de su cuerpo había buscado el declive de la carretera y había llegado a la cuneta donde estaba coagulado. Era un escolapio de los que había en la Trinidad. Según decían, le habían hecho creer que le iban a dejar libre para irse a su pueblo, al que se iba por esa carretera.

Fue el tercer mártir que vi con mis ojos de niño. Quizás a ese escolapio lo había visto con vida y le había hablado. Quizás me había confesado o lo había visto, cuando algunas tardes de domingo iba al cine que daban por diez cénti­mos, y ahora yacía sin vida encima del asfalto gracias a una incompresiva mujer que, creyéndose protagonista de la justicia, la impartía a su manera sin que nadie alzara la voz para condenar esos actos de barbarie.

En esos días, todos esos crímenes y atropellos estaban hasta jaleados por muchos intransigentes. Cuando llegamos a mi casa, la comida ya estaba fría…

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