Cuando salí de la Safa, 5

17-08-2011.

Corrí muy serios peligros

El día estaba nublado y amenazaba lluvia. Cogí el paraguas. Montse me esperaba en la parada. Estaba inquieta. No tenía buena cara. Me dijo que no había podido dormir y que había roto con su novio.

¿Has roto con tu novio? ¿Por qué? pregunté, haciéndome el preocupado—.

Dice que tenéis que hablar. Le conté “lo nuestro” y se puso como una fiera.

¿Qué es “lo nuestro”…? ¿De qué tenemos que hablar…?

—Pues, de qué va a ser… de mí. Él dice que me quiere de verdad.

—Entonces, si te quiere… ¿dónde está el problema?

—Pues en que también le hablé de ti.

—¿De mí? Y… ¿qué le dijiste de mi?

Que prefiero a un profesor sensible y educado que a un empleado de Caja de Ahorros; que no ganarás tanto, pero tienes otros valores; que no soportaría pasarme la vida al lado de alguien que sólo sabe hablar de balances y cuentas corrientes. ¿Qué te parece?

Un poco fuerte. No sé… ¿Qué contestó?

¡Una grosería…! Que yo era una golfa y tú un buitre carroñero. Antes le quería mucho, pero ahora… y se puso a lloriquear—.

—No te preocupes… cuando uno está enamorado dice cosas a la ligera… seguro que no lo piensa. Olvídalo.

O sea, que te da igual… Te ha llamado buitre carroñero y tú… como si nada. Seguro que también crees que soy una golfa. ¿No?

—Que no, mujer, pero… ¿por qué le contaste lo del cine?

Porque en las relaciones me gusta ir con la verdad por delante.

Pero sin olvidarnos de la prudencia. ¿No?

¿Me estás llamando imprudente? Porque lo del cine bien que te gustaba. ¿O, no?

Que no es eso, Montse, que no. Eres una chica estupenda, pero hay que tener cuidado contigo. Hay que estudiarte… entenderte.

¿Lo ves? Eso es lo me gusta de ti, que me comprendes. Tú y yo podemos hablar de todo sin enfadarnos, nuestra relación es más sana. En cambio, él sólo hablaba de saldos, créditos e hipotecas. Imagínate qué pesadez.

Piensa que al principio las cosas parecen de una forma y luego… con el tiempo…

Bueno, ¿qué le digo?

—Qué le dices… ¿De qué?

—Pues de qué va a ser… ¡Hijo mío, a veces pareces tonto! Pues de eso… de que tenéis que hablar.

—Deja que pasen unos días. Igual una de estas noches se arrepiente, te llama, os perdonáis, y todo arreglado.

—¡De eso nada! Las cosas, en caliente. Ahora, si no quieres dar la cara, me lo dices y en paz. Todos sois iguales, mucha palabrita, mucho cuento, y a la hora de la verdad no sabéis dónde meteros. Tan grandes y tan…

—¿Tan qué…? Yo soy un caballero.

—Eso no se dice, se demuestra —dijo, segura de haber dado en la diana—.

Montse, vamos a dejarlo, que nos está oyendo todo el mundo intenté apaciguarla. Tú eres una buena chica, pero hoy estás algo alterada. Dile a tu novio que venga cuando quiera… ¡no sé a qué!, pero que venga, siempre que no sea en horas de clase —ella no pudo disimular su satisfacción—.

—¡Vale! Se lo diré. Y no es mi novio, sino mi antiguo novio.

Cuando bajamos del tranvía, empezaba a caer una fina lluvia. Abrí el paraguas. Montse se cogió de mi brazo y se apretujó contra mí. La lluvia arreciaba y ella me sujetaba como si me quisiera inmovilizar. Había roto con su novio, pero no pensaba renunciar a mí. Estaba claro que ese angelillo rubio, que disfruta con las penas de los enamorados, la había tomado conmigo. Estaba preocupado y por las noches me costaba dormir. Montse no me dejaba ni a sol ni a sombra. Además, había decidido aumentar la frecuencia de sus interrupciones en clase; cada dos por tres, abría la puerta y asomaba la cabeza.

¿Querías algo?

¿Me prestas un boli?

Toma —y a los dos minutos ya la tenía otra vez allí, con el boli en la mano—.

Perdona, pero no tiene tinta. ¡Qué mala suerte…! ¿No tendrás otro, por casualidad?

Lo siento. Ese era el último.

Bueno, es igual. Te espero a la salida —y, al salir, me volvía a preguntar que cuándo pensaba hablar con su antiguo novio—.

¡Qué malo es el miedo! Dicen que algunos animales, incapaces de sobreponerse al peligro que les acecha, se quedan inmóviles a merced del agresor. ¿Verdad? Pues, mucho peor que el peligro que se ve es el peligro que no se ve. ¡El que se presiente! Porque lo único que yo sabía del novio de Montse es que era de Teruel. Un rudo aragonés, seguramente. Bueno, quizás no fuera tan rudo si trabajaba en una Caja de Ahorros, pero era aragonés, de eso no había duda. Me hubiera gustado conocerle antes de nuestra entrevista, pero no le iba a pedir a Montse que me diera una foto. ¡Menudo lío! Y, total, por una chica que no es que estuviera mal, pero que tampoco cortaba la respiración. ¿Verdad? Pues ella no paraba. Aquella misma tarde, me hizo un regalo.

Toma… a ver si te gusta y me entregó un paquete del tamaño de un libro, envuelto en papel charol, con un lacito rosa—.

¿Qué es? —dije, fingiendo gran curiosidad—.

—Anda… ábrelo… ¡Tonto!

—Perdona, es que estoy muy nervioso —volví a fingir—.

Sabía que era un libro desde que lo cogí. ¿Qué iba a ser? En aquella época, qué tonterías decíamos delante de las chicas. ¡Lo que era el hambre!

—Lo mismo no te gusta, hay veces que… no sé qué pensar.

Abrí el libro, pasé algunas páginas y le lancé una miradita cariñosa.

—¡Unamuno! Vida de don Quijote y Sancho. ¡Muchas gracias!

Debería haberle mostrado mi agradecimiento de forma más contundente, pero no le iba a meter un meneo, en plena calle.

Mira la dedicatoria y ahora fue ella quien me echó la miradita—.

Al leerlo, me dio un vuelco el corazón. Aquello se estaba complicando. Escrita con pluma estilográfica, trazo recio y letra clara, en esa página en blanco que llevan los libros al principio, había escrito: Amb el silenci d’un llibre, vull estar sempre a prop teu, amb tú ‘En silencio, como un libro, quiero estar siempre cerca de ti, contigo’. Montse.

¡Qué bonito…! Y en catalán, que sonaba tan dulce, tan sentido… Había dejado de llover, en el cielo se habían abierto algunos claros y la tarde se llenó de una luz gris y melancólica. Volví a mirarla. Llevaba un vestido de color azul claro, sin mangas, con unos bordados en el escote, hasta la mitad de los pechos, redondos, frutales y maduros; la falda muy ajustada hasta la rodilla, y unos zapatos de tacón alto que daban a sus piernas un aspecto firme, compacto, catedralicio. Me empezaba a gustar.

Firme e imperativa, como siempre, puso el punto final a mis pensamientos.

Bueno… ¿le digo que venga mañana?

Tampoco corre prisa contesté—; el tiempo arregla muchas cosas. ¿No crees?

Pues no, no lo creo. Las cosas cuanto antes se aclaren mejor. ¡Claro…! Como tú estás tan tranquilo… pero a mí no para de llamarme. Anoche, a las cinco de la mañana, para decirme que no podía dormir.

¿Ves cuánto te quiere? Si cedieras un poco…

¿Ceder? Me ha llamado golfa y a ti buitre carroñero. No lo olvides. Mira, lo mejor es que os veáis, que habléis tranquilamente de lo que tengáis que hablar, y lo arregléis cuanto antes. ¡Cómo sois los hombres! Cuando se trata de besitos y toqueteos, bien que os gusta; pero cuando hay que dar la cara… eso ya es otra cosa.

Mujer, tampoco es eso.

Sí que lo es. Para enamorar a una mujer las palabritas tiernas están bien, pero al final no valen para nada. Lo que se necesitan son obras. ¿De acuerdo?

Como tú quieras.

Pues ya lo sabes. Lo llamo y le digo que mañana, a las cinco, lo esperas en el bar. No te retrases. Y me voy, que es tarde y tú tienes clase con los del bachillerato nocturno. ¡Estoy loca por ti!

Se dio media vuelta y se marchó, altiva y orgullosa, dejándome sumido en una profunda depresión. ¡Cómo son las mujeres! Había dicho que estaba loca por mí, pero antes dijo que mañana, a las cinco, tendría que vérmelas con el rudo aragonés. Aquello podía ser “Duelo en OK Corral”. Los Clanton contra Burt Lancaster y Kirk Douglas. Ahora sí que tenía un problema de verdad. Me imaginaba al aragonés, sin chaqueta, apoyado en la barra con las mangas de la camisa remangadas, diciéndole en voz alta al camarero:

Manolo: aquí huele a cobarde y a buitre carroñero —y luego las risas y las miradas—.

Yo, con la cabeza baja, callado, disimulando, como si no fuera conmigo. Pero no tardaría demasiado en insistir.

¿Con que te gusta la Montse, no?

Y… ¿qué le iba a contestar? Pues que no hiciera caso, que mujeres hay muchas… O intentar llevarlo por las buenas, ponerle la mano en el hombro y decirle fraternalmente:

—Éste no es el mejor sitio para discutir.

Y ¿cuál es el sitio adecuado para ti? respondería—. ¿El claustro de la catedral? ¿Quieres que reservemos hora?

Un alumno vino a sacarme de mis reflexiones.

Profesor, son las seis y veinte, le estamos esperando.

Barcelona, 12 de julio de 2011.

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