Me acuerdo de que, en esos días, mi madre, prudente y prevenida, quitó de los cuadros que había en mi casa las láminas de Jesús, de la Virgen y de los Santos. Aquel cuadro de Jesús que había encima de su cama que, cuando entrabas al dormitorio, te miraba y llevaba su vista por donde te dirigías. Aquel otro que representaba a un ángel guiando a un niño, que pretendía cruzar un arroyo… He dicho que mi madre «Quitó. ¡No!: tapó» con otras láminas alusivas a lo que entonces acontecía, como aquella hada con la bandera tricolor, poniéndole sendas coronas de laurel a los cuerpos sin vida de Galán y García Hernández y otras similares.
Mi madre, que tan cristiana era, nos quitó a mis hermanos y a mí nuestras medallas, que ella nos tenía cosidas a la ropa interior y, en prevención, las guardó no sé dónde. Cuando vi aquello, y sin comprender, me alegré. A mí mismo me dije: «Ya no tengo que, al acostarme, musitar ninguna otra oración (“Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo”. “Dios conmigo, yo con Él, Él delante y yo tras Él”)». Una preocupación menos. Ese miedo que tenía, porque Dios me veía (pues estaba en todas partes) y, si hacía algo malo o deshonesto, me iba a ver y me lo tendría en cuenta y me castigaría, se estaba disipando. Todas esas cosas eran, según algunos que escuchaba a diario, falsedades y cuentos de los curas para tener al pueblo oprimido, asustado y mangonearlo a su capricho. Ahora ya éramos libres; podíamos hacer lo que quisiésemos, tirar por el camino que más nos agradase sin miedo a nada ni a nadie: libres de verdad.
Esa influencia que Dios y mis padres tenían sobre mí se fue debilitando y, por mi parte, se fue enfriando y ya no los veía con esos ojos de respeto y reverencia. Ese enfriamiento, que menciono, duró poco: el sentido común se impuso, a pesar de mis pocos años; y comprendí, de nuevo, que mis padres siempre me han querido más de lo que yo comprendía; y esos altos y bajos que yo tenía con ellos eran fruto del ambiente que en esos días se respiraba, al ver sin comprender esos aconteceres que se sucedían: la propaganda, las conversaciones que escuchaba de los mayores, ese ambiente anticlerical que se respiraba. Todo eso influyó en mí con su nota negativa; pero, igualmente que con mis padres, las cosas para mí se fueron aclarando y veía a la Iglesia maltratada y ultrajada; y eso no me gustaba. Y esa semilla, que en mi casa florecía, de respeto, de honradez, de cariño, de amor hacia lo humano y divino, pasó un pequeño bache y, de nuevo, se encendió la llama en mi corazón, que se había eclipsado un poco.
Los días transcurrieron movidos y surgían, a pesar de la huelga, noticias y aconteceres por los cuatro puntos cardinales. Las gentes asaltaban viviendas, echaban de ellas a sus verdaderos dueños, requisaban todo lo que les daba la gana. Había una anarquía organizada, sobre la marcha de cada cual, a su manera. En esos primeros días, a pesar de las detenciones que a diario se producían, la sangre humana aún no había sido derramada. Asaltos, desalojos, requisas… eran constantes.
Estábamos un día ‑mi hermano y yo, con motivo de bajar al taller y hacer a la señora algún que otro mandado, que nos justificaba ante mi madre‑ en la plaza, oyendo a los exaltados hombres, escuchando las muchas barbaridades que se decían, cuando se escuchó como un cohete de esos que había visto y oído en alguna procesión, en alguna iglesia o en alguna fiesta. «¡No era un cohete! Era un tiro», así lo afirmó más de uno y todas las miradas iban hacia la dirección de donde procedía el disparo: de lo bajo del Rastro, al principio de la Cava. Muchos hombres en grupo tomaron esa dirección y nosotros, olvidando de nuevo la recomendación de nuestra madre, seguimos a la riada humana por el mismo camino. Cuando llegamos al cruce de las calles Ancha, Jaén, Rastro y Cava, aquello era un hervidero humano. Muchos hombres iban armados de escopetas de caza y otros con revólveres antiguos, que no sé de dónde procederían. De primeras no vi nada, pues había desde la acera al centro de la calle un círculo de hombres que me impedía ver lo que allí acontecía. Uno nos empujó, diciendo: «¡Esto no es cosa de niños. Es cosa de hombres!». En aquel tiempo, tanto la Cava como el Rastro no estaban asfaltadas. A ambos lados de la calle, había como una acequia por donde, en los días de lluvia, corría el agua hacia el Saltadero.
Por las gentes que componían el nutrido grupo y por haberse encarado con nosotros un exaltado, retrocedimos algo; no mucho, pues el deseo de saber lo que pasaba y la impaciencia, que a todos nos embargaba en una situación semejante, buscábamos la forma de situarnos casi en primera fila. Así pudimos ver con nitidez, en el centro del grupo y terciado en el arroyo o acequia, en la puerta de una desaparecida casa, donde hoy está la clínica de don José Sánchez Díaz, el cuerpo caliente y recién ejecutado de un hombre que no conocía. Lo sacaron de su casa y, por el hecho de ser secretario del Ayuntamiento de Úbeda, en su misma calle lo asesinaron.
¿Quién lo hizo? No se sabe quién. Cualquier desalmado, de los que en esos días proliferaban tanto, pidiendo justicia e igualdad y que ellos la administraban de esa manera. ¡He dicho desalmado! No; el que lo hizo, bien armado que iría. En la confusión y el desbarajuste que allí reinaba, supe que la víctima se llamaba Barrios, secretario del Ayuntamiento, y que llevaba muchos años en ese cargo que ya era vitalicio, como decía uno de ellos con sorna: «Un cacique menos». Yo nunca había visto un cadáver de esa manera, tirado como un perro en el arroyo y muchos mofándose y regocijándose de su muerte.