«Sacri»

10-07-2011.

Hacía poco que había sido monaguillo, y en el taller algunos de mis com­pañeros, y sin ánimo de ofenderme, no me llamaban por mi nombre sino decían “Sacri”, diminutivo de sacristán. En mi ignorancia de niño, todos esos improperios y blasfemias que esa chusma vociferaba por las calles me parecía que las dirigían a mí, que de un momento a otro alguien se me encararía acusándome de que yo era miembro de ese clero, seguidor y simpatizante de esa gente de sotana, de ese colectivo eclesiástico que eran los culpables de esa miseria que padecía el pueblo proletario, frases que yo había escuchado muchas veces en el trabajo y en con­versaciones que en la Plaza del Reloj mantenían los grupos de hombres que allí se reunían para hablar de política, diciendo que todos los males que la sociedad trabajadora padecía se quitarían eliminando a todos los curas y frailes. Muchos grupos de jóvenes cantaban por la calles y plazas, en su ignorancia propia de los pocos años, esa canción ofensiva al Divino Hacedor y a todos los componentes de esa Iglesia Universal:

En realidad no queremos Dios,
queremos a los curas fritos con arroz.
Abajo el clero, curas
y frailes
que mueran todos los clericales.
Muerte al clero que es un traidor
y libertad al pueblo productor.

 

 

Hoy, después de varias décadas transcurridas, las personas nos hemos hecho más tolerantes, vemos y valoramos a la Iglesia más en su cometido, aunque no falta gente que, engreída en su cultura y sabiduría, la combaten de otra forma y manera. Ese miedo callado que se apoderó de mí procuraba disimularlo en todo momento. Mi hermano Juan, como era mayor, me servía de apoyo y pensaba: “Si alguno me acusara y quisiera hacerme algún mal, él me defendería sacando la cara por mí”.

Ese fantasma de miedo no se apartó de mí durante la revolución del 36. Al narrar estos relatos, dado el mucho tiempo que hace que acontecieron y al no poseer apuntes ni datos de ninguna clase, nada más que la memoria, puede que algunos momentos, fechas o nombres no coincidan o se contradigan, aunque procuro describirlos lo más exactamente posible. En la primera parte de este libro, inserté un artículo referente a la guerra y destrucción de todos los enseres sagrados que en nuestros templos había.

Era domingo; yo, como todos los domingos desde que trabajaba en Casa Biedma, acudía en unión de los demás aprendices. Hacíamos sábado en el taller y mandados a la señora, «¡Vamos por agua a la fuente de la Alameda!», y esperábamos a que el jefe se levantase; y, cuando bajaba, a todos nos daba un real que cogíamos con mucha alegría, pues nos aseguraba el cine y las chucherías.

Nos marchábamos y, cuando bajábamos por el Real, vimos subir a una legión de incontrolados vociferando y muchos, con mofa, se ponían estolas de bufanda, casullas y dalmáticas arrastrando, capas luciéndolas con guasa. La chiquillería tocando pitos que yo conocí enseguida: eran del recién arreglado órgano de El Salvador. La turba que venía del Paseo Bajo se dirigía a la plaza de San Pedro. Nosotros seguimos prudentes y vimos en el centro de la plaza, junto a la fuente, una gigantesca hoguera alimentándola con santos reclinatorios, paños de altares y todo lo que esa incontrolada horda encontraba a su paso.

Nos bajamos al Paseo Bajo, Paseo de la Delicias o Plaza de Santa María. Allí las escenas se repetían. Por la puerta principal de El Salvador, abierta de par en par, salían y entraban con premura: unos cargados con bancos del coro, otros con santos y vírgenes, dando voces y órdenes en una confusión total; pero todos en una unión con el mismo objetivo: destruir, sin pensar en las consecuencias que eso traería. Hoy que el turismo tiene tanto auge, si en Úbeda pudiéramos enseñar ese patrimonio que nuestros mayores nos legaron y lo tuviéramos intacto, sería una fuente de ingresos para nuestra ciudad y muchos puestos de trabajo generaría, pues no enseñaríamos sólo una ciudad muy artística, muy bonita, pero con el interior de sus templos mutilados.

 

 

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