Como León no lo había llamado, Alfonso pensó que podía poner en marcha el plan previsto. Dentro de unos minutos serían las diez de la noche, el hijo del mafioso Nicola traería en su coche a Aymara, el timbre de la verja sonaría cuatro veces y poco después aparecería ella, esbelta y bella, en el umbral de la puerta. Colocaría en el vestíbulo su bolso y chaquetilla, y luego, con paso decidido vendría al salón y se sentaría en un rincón del canapé. «Esta noche será la última vez que lo haga y yo, probablemente, también la última que la vea».
Alfonso se dijo que apenas dispondría de una hora para decirle a Aymara que había llegado el momento de su liberación y para explicarle lo que tenía que hacer. Preparó algo de comer, porque sabía que siempre venía con hambre. Cuando terminaba de colocar el plato y una cerveza sobre la mesita del salón, oyó sonar cuatro veces el timbre de la verja.
—Lo veo muy serio, don Alfonso. ¿Ocurre algo? ¿Ha estado hablando con el capo para negociar mi libertad y no ha salido bien?
—Efectivamente, Rosalva —Alfonso no quiso llamarla Aymara—. No he conseguido llegar a un acuerdo con Nicola. Sin embargo, hay otra alternativa, un poco peligrosa, es verdad, pero no veo otra mejor. Siéntate y, mientras comes, te digo lo que deberás hacer. Porque ya no volverás a Las casitas blancas.
Aymara se sentó sin dejar de mirar con ansiedad a Alfonso; cogió la botella de cerveza y, mientras la destapaba, dijo:
—Habla usted como si todo fuera a ocurrir esta noche. Le advierto que, fuera de usted, yo no conozco a nadie ni tengo adonde ir…; pero que estoy dispuesta a hacer lo que sea con tal de no volver a Las casitas blancas —y Aymara bebió un largo trago de cerveza—.
—Préstame atención, Rosalva. Ya sabes que en la planta superior hay una escalinata que da al jardín. A las once en punto bajarás por ella y saldrás a la calle por la puerta trasera. Una persona de mi edad te estará esperando en un coche. Abrirá la ventanilla, te preguntará quién eres y tú te identificarás diciéndole: «Soy Aymara». Subes al coche y ese señor te llevará a su casa. Allí estarás por lo menos un par de días. Ten confianza absoluta en él: es un amigo de toda la vida. Se llama León.
Aymara no sabía qué hacer ni qué decir. Parecía no interesarle la comida. Oía hablar a Alfonso y su voz le parecía diferente. Y el brillo de los ojos también. Era una mirada serena, fría, precisa y una voz rotunda y categórica. Se diría que estaba repartiendo órdenes.
—¿Pero… y usted? ¿Qué va a decir el hijo de Nicola cuando venga a recogerme y vea que me he fugado? ¿Por qué no se viene conmigo?
—Ya lo he pensado, pero no es una buena solución. Sé que Nicola tiene una poderosa red de informaciones. Juntos, terminarían por encontrarnos. En cambio, él no conoce ni sabe nada de mi amigo León. Es mejor que yo me quede aquí. Les diré que terminaste tu trabajo antes que otras veces y que te marchaste. Una vez fuera de mi casa, yo no tengo por qué controlarte. Eso es responsabilidad del hijo de Nicola y no mía.
Alfonso parecía muy seguro de sí mismo, mientras que a Aymara la invadía un torbellino de ansiedad. Se fue hacia el vestíbulo, alcanzó su bolso, lo abrió y, volviendo la cara a Alfonso, le dijo con gesto acongojado:
—Pero cómo voy a hacer… si yo no soy nadie, si yo no tengo nada, si no soy más que una…
Casi con fervor paterno, Alfonso la abrazó contra su pecho y le dijo susurrando:
—Sé fuerte, Rosalva. Esto se acaba. Haz lo que te he dicho y mañana serás libre. Anda, prepárate que van a dar las once y León está a punto de llegar. Y, limpiándole las lágrimas que desbordaban sus bellos ojos verdes, añadió:
—Dile al señor León que, pase lo que pase, lo llamaré mañana por la mañana. A eso de las ocho.
Serían las doce y cinco de la noche, cuando el timbre de la verja del jardín empezó a resonar con fuerza cuatro veces; y luego, tras una corta pausa, otras cuatro; y después, otras cuatro. Cuando, al cabo, Alfonso abrió la puerta, vio que Paolo, el hijo del capo, se lanzaba como un huracán hacia el salón, mientras gritaba:
—¿Dónde está Aymara? ¿Qué hace esa puta, que la estoy esperando fuera desde hace un rato?
Alfonso, por toda respuesta, abrió los brazos, se encogió de hombros y no dijo palabra.
Como enloquecido, Paolo recorrió la casa de abajo a arriba dando portazos por todas partes. Cuando estuvo delante de Alfonso, lo miró con ojos asesinos, sacó el móvil, marcó un número y dijo:
Alfonso, irritado, sabía que Paolo estaba llamando a su padre. A punto estuvo de plantarle cara, pero se contuvo y sólo dijo enérgicamente:
—Aymara hace como media hora que terminó su trabajo y se fue por esa puerta. ¡Tú eres quien tiene que saber dónde está! ¡Esa es tu responsabilidad, no la mía!
Aún no sabía Alfonso que nada en su casa iba a ocurrir como lo había previsto.