Un puñado de nubes, 34

25-04-2011.

Amalia se llevó una agradable sorpresa al ver a León en la estación Plaza de Armas, en el andén de llegada de su autobús. Ahora sí llevaba un hermoso ramo de flores variadas, más alegres que los claveles. Miró a un lado y a otro. Algunos viajeros eran conocidos del pueblo. Cuando recibió de León un par de besos en las mejillas, se azoró. León se dio cuenta de que la mujer había cambiado de traje. Iba vestida con uno de chaqueta de colores sobrios, pero no sombríos.

—Con flores a María —dijo Amalia algo nerviosa pero complacida, sin importarle las miradas indiscretas de algunos de los viajeros—.

—Que Madre Nuestra es… —completó León embromando, para quitar romanticismo otoñal a la escena—.

—¿Sabes que he dudado hasta el último momento en venir de nuevo a Sevilla?

—Me alegro de que te hayas decidido a venir.

Ascendieron por la escalera mecánica hasta el bullicioso vestíbulo. Algunos extranjeros dormitaban en los bancos; eran árabes, subsaharianos, rumanos, gente del Este. Tomaron un taxi y León le indicó al chófer:

—A la Gran Plaza, al restaurante Al-Mutamid.

Iban, los dos, uno muy junto al otro. Podían tocarse: piel con piel, soledad con soledad, temor con temor.

—¿No viene Alfonso? —rompió el silencio Amalia—.

—Tiene un asunto entre manos.

—Así que te has librado de él…

—No, no, qué va —balbuceó como un adolescente sorprendido en una mentira—. De verdad, creo que quería resolver algo importante, según me dijo.

—Más vale creerlo que averiguarlo.

—Palabra de honor; no te miento.

Serían las dos de la tarde, cuando el taxi los dejó a la puerta del restaurante. El día era templado, aunque algo ventoso. Él se adelantó para abrir la pesada puerta de cristal.

—Gracias —dijo ella por la gentileza—.

León le ofreció el brazo. Amalia titubeó un momento, pero se agarró suavemente a él. Hacía años que no se había enlazado al brazo de ningún hombre. Estaba feliz, extrañamente feliz. Ni siquiera le molestaba el zapato de medio tacón que otras veces le había dado tanto que hacer.

—Tengo una mesa reservada para dos personas —indicó a un camarero—.

—Sí, pase. Esperamos que le guste el emplazamiento.

Subieron a la primera planta y el camarero les indicó una mesa en el centro del mirador acristalado, desde el que se contemplaba toda la plaza.

—¿Qué te parece? —quiso saber León la opinión de Amalia—.

—A mí bien; estupendo.

—Enseguida les traigo la carta; pero si me dejan aconsejarles, creo que podrían empezar con unos entrantes, unos platos al centro, para compartir. Algo de jamón, queso, una ensalada templada de endibias, langostinos y roquefort… y tenemos un mero fresco, a la plancha, con crema de gurumelos y cebollas caramelizadas. Es una recomendación del chef.

—Lo pensamos unos momentos y ahora decidimos. ¿Para beber? —se dirigió a Amalia—.

—Agua.

—Agua, claro, pero ¿por qué no un buen Rioja o un Ribera del Duero? O, si pedimos el pescado, un Castillo de San Diego. Para los entrantes tráiganos dos copas de Rioja —dijo decidido al camarero que aguardaba, discretamente, unos pasos alejados de la mesa—.

—Hace que no bebo vino… Ni recuerdo. Seguro que al primer sorbo se me va la cabeza.

—Un día es un día, mujer.

Amalia prefería el pescado, no quería carne, porque la dentadura no la tenía muy buena. León también se decidió por el mero, a la plancha.

Durante la comida, cada uno habló de sí mismo, dejando entrever lo que estaban dispuestos a que supiera el otro. Se confesaron a medias. León se negaba a dejar abierta el alma: a su edad no era conveniente. Amalia, más habladora, contó con pelos y señales aspectos más íntimos. En la sobremesa, con el café por delante, Amalia preguntó:

—¿Desde cuándo os conocéis Alfonso y tú?

—Ya me extrañaba que no saliera Alfonso a relucir. ¿Te interesa Alfonso?

Amalia notó en la pregunta cierto tono celoso y decidió jugar con León.

—Es un hombre que, a su edad, aún resulta atractivo. A cualquier mujer le gustaría. Tiene un algo especial, no sabría decirte…

—Algo mundano, ¿no?

—Exacto; tú lo has dicho. Algo mundano. Es como si no fuera de aquí. Esos modales…

—Es un hombre que ha corrido mucho mundo.

—Pero hay en sus ojos algo que no me sé explicar, como si estuviera de vuelta de todo y buscara qué sé yo un asidero.

—¿Alfonso? A Alfonso no lo ata nadie, y menos una mujer —afirmó categóricamente—; te lo digo yo, que lo conozco desde el internado.

—¿Ah, estuvisteis en un colegio interno?

—En Úbeda.

—Ah, en mi pueblo había un maestro que estudió en Úbeda, en un colegio de curas, creo. ¿Es el mismo?

—Seguramente.

La sobremesa se alargó y León le propuso a Amalia:

—¿Quieres venir a mi casa?

—¿No te parece que vas muy de prisa?

—Estaríamos más cómodos.

—Mira, León, estamos empezando a conocernos. Y, por ahora, bien está como estamos. No lo tomes a mal. Cuando esté preparada para estar a solas contigo, en tu casa…

—No pretendía ofenderte. Creí que quizás te apetecería…

—¿Sabes cuántos años hace que no he estado con un hombre…?

—¿Sabes tú cuánto tiempo hace que no he estado con una mujer?

—Dejemos pasar un tiempo; luego todo llegará, si llega, del modo más natural —dijo Amalia con su lógica de mujer—.

Los dos se tomaron las manos ‑arrugadas, con algunas manchas marrones en la piel‑. León se llevó a los labios las de ella y las besó. Amalia se dejó hacer complacida.

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