La gracia de Andalucía: el padre Rafael Navarrete, y 2

21-04-2011.
Aquellos días fueron de los mejores de mi estancia en el internado.
Al fin llegó el dieciséis de marzo. Al día siguiente, salíamos para Valencia. Algo nervioso, con mi sobre cerrado y las doce mil quinientas depositadas en él, me dirigí, como había venido haciendo desde hacía dos o tres semanas a las oficinas de Autocares Hernández. Ya me esperaba.
—¿Qué tal muchacho? Buenos días.
—Buenos días —contesté, fingiendo cierta preocupación—.
—¿Pasa algo?
—No, señor; es que al final sólo he podido conseguir doce mil quinientas pesetas. Se las he traído en este sobre; pero, si no son suficientes, no podremos viajar.

Su expresión, al escucharme, se reflejaba en los tebeos de nuestra época sólo con unas letras: ¡¡GRRRRR!! Y quien más las utilizaba era un personaje llamado don Berrinche.
Al no saber qué decir, ni cómo salir del atolladero, ni romper la tensión, tuve una idea que resultó ser un error monumental. Para aclarar las razones que motivaban no poder pagar la cifra acordada, se me ocurrió decirle que algunos compañeros, que en principio pensaban venir, al final habían cambiado de opinión y por eso sólo habíamos conseguido las doce mil quinientas pesetas. Craso error.
Poco a poco se fue serenando. Yo sabía que estaba muy molesto y que aceptaría; pero, de momento, continuaba serio y disgustado.
Con la cabeza baja, no me atrevía a mirarle a los ojos.
—¡Qué le vamos a hacer! —vino a decir finalmente—.
Respiré. Entonces, para quitar tensión al momento, se me ocurrió comentarle que no se preocupara, que estábamos preparando el viaje de fin de curso y que naturalmente lo haríamos con él.
—Bueno, muchacho, pues a las nueve de la mañana salimos. Yo llegaré antes para cargar el equipaje. Hasta mañana.
—Si Dios quiere —contesté—.
Volví al colegio loco de alegría. ¡Lo habíamos conseguido! Los compañeros se ahorraban casi noventa pesetas y el padre y yo, que íbamos invitados por la empresa, más.
Al día siguiente, la explanada del colegio lucía con la alegría de los días de fiesta. El bullicio lo inundaba todo: chicos corriendo de uno a otro lado, el limpio sol de una mañana de marzo en Andalucía y, en un rincón aparcado, a la espera de volar por las carreteras rumbo a Valencia, un precioso autocar cuyo conductor, con un farias casi apagado en los labios, grave y resignado, colocaba cuidadosamente en la parte trasera una pancarta que proclamaba «LA SAFA A LAS FALLAS».
Me saludó al verme.
—Buenos días. Nos podemos ir cuando queráis. Tenemos más de cinco horas hasta Valencia.
—Sí señor. Ya salen del desayuno mis compañeros. Yo me he adelantado para decirle que estamos dispuestos. Enseguida vienen.
Efectivamente, por la puerta del edificio central comenzó a aparecer un tropel de chicos que se abalanzaron corriendo hacia el autocar. En la parte baja dejaban el escaso equipaje que llevaban y, a continuación, con la velocidad del rayo, trataban de ganar los mejores asientos.
—Tranquilos niños, sin correr, de uno en uno. Los dos asientos de delante están reservados. Id pasando hacia atrás, ¡con cuidado!
El chófer intentaba calmar a la turba. Pasados unos dos minutos, no cabía ni un alfiler, con la excepción de los dos asientos vacíos y reservados: el de la ventanilla para el padre y el contiguo para mí.
Yo no podía ocultar mi felicidad. Todo perfecto, sencillamente fenomenal.
Mientras tanto, el padre Navarrete, en un rincón de la explanada, se despedía de algunos compañeros, entre gritos, bromas y sonrisas.
Todo listo para partir, todo dispuesto, todo a punto.
En esto que el señor Hernández se dirige a mí con el más serio, grave y circunspecto tono de voz que yo había escuchado jamás y me lanza la siguiente cuestión:
—Oye muchacho, ¿no me dijiste que sólo habías conseguido doce mil quinientas pesetas porque muchos se habían echado atrás? Pues el coche está lleno y no cabe ni uno más.
Yo quería morirme. Había descubierto el engaño. Me quedé sin capacidad de reacción. Sorprendido de pronto por su pregunta, sólo me quedaba aguantar y esperar la chispa milagrosa que me sacara del trance. Se trataba de ganar fracciones de segundo y pensar con rapidez.
—Señor Hernández —comencé a hablar, sin saber qué iba a decir—. ¿Cómo puede pensar eso que está pensando? Yo le he ido informando cada semana y entre nosotros siempre hubo una excelente relación. Usted es una buena persona y estoy seguro de que el viaje de fin de curso lo haremos con su empresa.
No estaba para cuentos y no me creía, era evidente. En esto, surgió el rayo salvador:
—Además, muchos de los alumnos que vienen no pagan, porque sus familias son muy pobres y este viaje es un premio para ellos por su buen comportamiento.
¡Ya está! Vaya peso que me había quitado de encima.
Estaba claro que no tragaba, pero no me contestó. Comprendió que no era momento para ponerse a discutir. Se dio la vuelta y subió al autocar.
—¡Vamos, que es tarde! —fueron sus últimas palabras en aquel viaje—.
—Voy a llamar al padre y salimos.
En medio minuto le expliqué al Prefecto el mosqueo del chófer y cómo había salido del aprieto. No contestó, subió al coche y saludó, atento como siempre, al conductor.
—¡Buenos días! Cuando usted quiera.
Yo me puse a su lado sin hablar.
El autobús salió del la explanada, giró a la derecha en dirección a Villacarrillo. Los compañeros cantaban el “Rock de la cárcel”. Pasamos por Villanueva, Beas de Segura y el Arroyo del Ojanco, dejando a un lado los pueblos de la Sierra.
Los últimos pinares tapizados de musgo y helechos, los riscos, las junqueras y carrizales que adornan los arroyuelos en las umbrías, dieron paso a las encinas, madroños, carrascas y enebros. A continuación, la llanura castellana seca y eterna, con sus trigos a punto de germinar; luego, las interminables rectas de La Mancha que anuncian la provincia de Albacete, tierra de esparto y navajas cabriteras; marco ideal para que nuestro conductor pusiera en marcha su plan de venganza.
Ajeno a lo que se nos venía encima, el pasaje cantaba ahora “Adelita”. De pronto, sin avisar y a punto ya de enfilar la primera de las rectas, el autocar reduce la velocidad hasta unos diez o quince kilómetros por hora y encara aquella maravilla de carreteras, únicas en la época, a paso de burro manchego, cuando todos esperábamos correr a una más que aceptable velocidad. Los pasajeros, que no conocían los motivos del pie en el freno, ni del cabreo oculto del piloto, al darse cuenta de la situación y comprobar que hasta Valencia no superaríamos los quince por hora, dejaron a “Adelita” y pasaron a la canción protesta. Empezaron por aquello de «Para ser conductor de primera», pero el chófer, saboreando ya las primeras mieles de su desquite, no aceleraba; y los gritos se hacían insoportables; y el señor Hernández, «que si quieres arroz Catalina»; y la clase turista que continuaba «con el vino se engrasan las bielas» y algún tractor que nos adelantaba, nos miraba y sonreía incrédulo. El “comandante”, impasible al volante con su colilla de farias apagada, como si no fuera con él.
¡Qué situación!
Entonces, el padre, haciendo gala de su proverbial serenidad, sacó el breviario de un bolsillo de la sotana, se acercó a mí y  arrellanándose cómodamente en la butaca me dijo:
—Dionisio, que bajen un poco la voz que no puedo leer mis oraciones.
¡Olé!, ¡olé! y ¡olé!
Eran casi las ocho de la tarde. Estábamos a la puerta del colegio de los jesuitas de Valencia. Habíamos batido un récord de lentitud en carretera y tardado casi diez horas en hacer el viaje. Nadie cantaba. Sólo en el rostro del señor Hernández se adivinaba un gesto de satisfacción, en el que podía leerse perfectamente:
—Estamos en paz. ¡A mí nadie me toma el pelo!

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