Este artículo me lo envió Eladio para que yo lo reenviase a todos los antiguos alumnos de la Safa alcalaína. La Casa de Alcalá de los Gazules en Cádiz organizó, dentro de su Semana Cultural, unas conferencias para el 2 de junio del año 2000. Eladio fue uno de los conferenciantes.
Su hijo me ha comentado que, días antes de morir y hablando con él, recordaba esta conferencia y, en particular, cuando subió desde el bar Parada hasta el «Convento» por el Patio de las Campanas. Por la noche, al hacer el recorrido inverso, no consiguió dar con dicho patio.
Andrés Moreno Camacho
Presidente de la Asociación de Antiguos Alumnos
de las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia
de Alcalá de los Gazules
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Cuando se me ha solicitado la colaboración para participar en esta Semana Cultural, consideré, como premisa previa, que hablar sobre Alcalá de los Gazules, marginando mis propias vivencias, era como dejar en seco el dique de mis recuerdos y renunciar a la influencia que Alcalá y sus gentes ejercieron en mi persona.
Desde que en un lejano día de otoño de 1964 “desembarqué” de La Valenciana en La Playa de Alcalá, con todo el afán e ilusiones de los veinte años, hasta hoy, cada día ha sido un jalón en la cadena vital, que de alguna manera ha ido conformando mi forma de ser y de sentir: la evocación del pasado propicia el mantenimiento de mis lazos afectivos que desembocan en un sentimiento natural de sentirme un alcalaíno más.
Ello dificulta ‑y me alegro‑ dar una visión objetiva y aséptica de la multiforme variedad que compone nuestro/vuestro pueblo. Y que hablar de Alcalá a los alcalaínos supone ya de entrada, cuando menos, una osadía. Pero me anima pensar que tenga unas afectivas credenciales para internarme por el mundo alcalaíno, como son los once años que dediqué a la enseñanza en Alcalá y el que dos de mis tres hijos sean alcalaínos de nacimiento y de sentimiento.
Hace ya casi veinte años que en esta Casa de Alcalá, entonces presidida por don Juan Chagas, tuve la oportunidad de hablar sobre la vida e historia de este singular pueblo. Hoy, y para concordar con el título que aparece en los carteles, me vais a permitir que el corazón salte a las palabras y que lo subjetivo, las percepciones, los olores y estampas visuales sean el hilo conductor de esta exposición.
Sin duda, el impacto visual que Alcalá produce en el viajero que por primera vez accede a sus aledaños es de tal magnitud, que difícilmente se borrará de su memoria. Ni el tiempo ni la contemplación de otros lugares o paisajes podrán desplazar aquella primera imagen de azul, blanco y todos los verdes imaginables que, amalgamados, conforman una estampa de difícil clasificación plástica.
Ese aparente amontonamiento de blancas fachadas, la estructura ascendente de sus casas que produce simultáneamente una especie de equilibrio inestable, rematadas por las torres del castillo, de la iglesia y del convento es como una creación matérica que algún romántico pintor hubiera metamorfoseado de palabra en acto. La inusual percepción de Alcalá desde el Lario, desde el Control, desde el puerto de Levante… nos invita a emprender una atractiva e iniciática travesía al interior de este pueblo que es huella y reflejo trascendente de lo humano.
Dice el Profesor Henares Cuéllar (Catedrático de Historia del Arte de la Universidad de Granada) que «Tal vez la expresión moderna de la religiosidad sea el paisaje, como definitiva antropologización de la existencia y la cultura y de la necesidad de devolver la espiritualidad a la realidad, tras la ausencia de Dios».
Pues bien, contemplar desde San José o La Coracha el paisaje circundante, ciertamente incita a espiritualizar la realidad y sugiere la grandeza de la naturaleza tan pródiga en manifestaciones por aquellos entornos.
¿Habéis preguntado a alguien de fuera si conoce Alcalá? Súbitamente os la definirá como un pueblo lleno de luz, que estalla de colorido, y apiñadas sus casas en una cúpula. Una definición que compone una estampa plástica de un gran impacto visual, difícilmente igualable. Una mezcla heterogénea de sensaciones, producto de la amalgama de tonalidades y volúmenes que, fundiéndose en armónica silueta, quedará en la memoria como sustrato evocador de este singular pueblo.
Y todo ello como producto de una estética no programada, sino por el acumulo de circunstancias históricas que lo hicieron posible.
Pero volvamos al tema que me trae aquí: hablar de mis recuerdos de maestro en Alcalá. Y aquí, brevemente decir que vine a trabajar a Alcalá en 1964, a la Safa, tras el ofrecimiento que se me hizo por el Rector, para cubrir la baja producida por otro maestro que hacía la mili. O sea, para trabajar ocho meses. Y estuve doce años. De los veinte a los treinta y dos. Y durante este tiempo me dediqué al que entonces sería “mi pueblo” a trabajar, no solo en la educación y enseñanza de los que ahora son cuarentones, sino intentando también aportar mi pequeña contribución para que este singular pueblo saliera de su sopor. En educación, trabajando como maestro en la Safa y luego también en el Colegio Libre Adoptado (CLA) “Sainz de Andino”, como profesor “vale para todo”. En cuanto a otros ámbitos fuera de lo educativo, también quise aportar, de alguna manera, algo a la iniciativa de sus gentes.
Salí de Granada un día de septiembre de 1964 en un tren con destino a Algeciras. El tren salió a las ocho de la mañana y llegó a Algeciras a las nueve de la noche. Visión de la bahía, serena, las farolas reflejando en el agua. Hasta otro día, a las cuatro de la tarde, que pude reiniciar mi viaje hacia Alcalá en La Valenciana. ¡Qué recuerdos de La Valenciana con Julián, el intrépido conductor! El viaje fue un descubrimiento de insólitos parajes: la Montera del Torero, La Polvorilla, Jautor, El Torero… y los alcornoques, que veía por primera vez. Y “desembarqué” aquella tarde soleada en La Playa de Alcalá. Y me llamaron la atención dos cosas: los naranjos de La Playa y las empinadas calles, que luego llegué a conocer, a pasear por ellas y a imbuirme de su vida particular.
¡Las calles de Alcalá! Cada una es un retazo de historia. Son un puro contraste visual, calles estrechas y empedradas, con su cinta de añil sobre los tejados.
Su trazado alrededor del castillo va hilvanando un laberinto bordeado de fachadas cuyos blancos laterales solo se ven entorpecidos por el asimétrico resaltar de los “cierros” y “balcones”. Son un libro abierto para quien en ellas quiera detenerse: la Plazoleta de las Collás, la Puerta de la Villa, el Chorrillo, el Patio de las Campanas, la calle de las Monjas, la Carrera y tantas otras pueden ser un resumen de la historia de Alcalá. A veces me recordaba algún paseo por el Albaicín granadino.