
—¡El coche, no recuerdo dónde aparqué el coche!
—¡Eres un fornicador y arderás en los infiernos!
—Amalia, ¿por qué me haces esto? Ten compasión.
Se despertó bruscamente, empapado en sudor y, jadeando con respiración entrecortada, se sentó en la cama como si un resorte hubiese tirado de su pecho hacia arriba impulsado por cien reptiles. Las ánimas anónimas bailaban la macabra danza de la muerte en el triste escenario de la vida…
León empezó lentamente a tranquilizarse, cuando pudo distinguir las paredes lisas del dormitorio del viejo colegio mayor.
Los exámenes fueron un éxito como de costumbre. Amalia, por el contrario, iba aprobando a duras penas. Le costaba concentrarse en los estudios, porque no encontraba mucho sentido al sujeto, predicado y complementos y la de revueltas de palabras y autores que sólo servían, a su entender, para rellenar las horas de las frías clases. Ella soñaba con la luna y prefería irse al río Darro, camino del Paseo de los Tristes, y fantasear con princesas moras desde el Mirador de San Nicolás, mientras contemplaba, embelesada, la belleza de la ciudad de Granada.
