Un puñado de nubes, 08

16-02-2011.
Aquel jueves de la cita se alumbró el cielo con un sol bobo, bermejo, áspero como polvo de ladrillo y cuarteado por densos nubarrones que anunciaban la inminente borrasca.
Amalia había tomado el autobús que la habría de dejar a pocos metros del café en donde conocería a León y a donde llegaría dentro de unos veinte minutos.
—Ojalá sea puntual —se dijo—, porque no estoy dispuesta a esperar sola mucho tiempo y menos en un bar.
Con la mirada perdida, contemplaba a través de la ventana cómo la gente, huyendo de la mojada ventolera, caminaba deprisa por las aceras hasta desaparecer tras el umbral de una casa o de una tienda. Las calles parecían resbaladizas y blandas como jabón derretido.

—¡Cuánto tiempo, Dios mío! —se dijo al pasar por la iglesia de San Miguel en donde, quince años antes, tuvo lugar el funeral de su marido. Y un suspiro, más de liberación que de pesadumbre, acompañó al recuerdo de sus años de matrimonio—. Años y años barriendo la casa, lavándole la ropa, planchándole pantalones y camisas y haciéndole de comer a un holgazán que me enamoró con su labia, su mirada zalamera, su manera de abrazar, sus rizos acharolados y sus deslumbrantes promesas.
Hija única de padres ya maduros, la soledad de Amalia empezó de hecho no mucho después de su boda, cuando ellos fallecieron a pocos meses de diferencia. Fue entonces cuando brotó en ella la costumbre de pasearse por toda la casa, doliéndose de que su vieja madre la hubiera educado como a una princesita para que, una vez casada, terminara como una sirvienta con un marido zángano que, noche tras noche, se acostaba a las tantas borracho, fumando bocarriba y esperando que le lloviera el pan del cielo, mientras ella se tronchaba los riñones tratando de mantener a flote una casa que parecía sujeta con alfileres, como si las manos de su marido no estuvieran hechas para otros menesteres que no fueran los de pasar día y noche en bares y prostíbulos, dilapidando la pobre fortuna que ella había recibido a la muerte de sus padres.

Año tras año y noche tras noche, se quedaba sentada en la cama, como pasmada, contemplando aquel nunca utilizado cogollito, fláccido como la guata, hasta que una fulminante embolia pulmonar se lo llevó y fue entonces cuando los enmudecidos desahogos se desbordaron en un torrente incontenible, desatado en gemidos y lágrimas.
En la penumbra de la casa, la viuda solitaria sólo tuvo un gato que, durante muchos años, fue el único confidente de sus recuerdos y de sus deseos más reprimidos. A menudo, lo veía pasar con su andar mullido mientras ella, sentada en el humilde sillón de la sala con la mirada absorta en la pantalla de la televisión y los brazos cruzados, sentía transcurrir el tiempo.
Amalia vagaba, en una madurez anacoreta, barriendo, limpiando, mirando la tele y cocinando lo poco que comía ‑«¡Qué puedo yo hacer con los seiscientos y pico euros que me dan de pensión!»‑, mientras la voracidad del olvido le iba lentamente carcomiendo los recuerdos.
A menudo, hacía conmovedores esfuerzos por parecer alegre, locuaz y simpática, cuando se cruzaba en el mercado con alguna vecina; pero bastaba ver su palidez y el cerco de sus ojos para saber que no podía con su alma.
Un día, mirándose en el espejo, se asombró de cuánto había envejecido y hasta qué punto había desaparecido el esplendor de su cara. Fue entonces cuando escarbó en lo más profundo de su corazón, buscando la energía que le permitiera responder a su desgracia, y encontró una rabia reflexiva con la cual se juró darle una solución al desesperado vacío de la soledad. Ese fue el incentivo que la lanzó a apresurar la búsqueda de una solución.
Ahora, mirando a través de la ventanilla del autobús que la llevaba a la cita, Amalia recordaba que, ese mismo día de voluntad rabiosa, se arregló lo mejor que pudo y viajó a los estudios de Canal Sur. ¿Conseguiría atraer la atención del hombre que deseaba encontrar? Cuando habló por teléfono con quien decía llamarse León, le gustó su voz suave como el roce de la seda. «Yo llevaré una corbata roja», le dijo lacónicamente al despedirse.
Cuando Amalia abrió con cierta timidez la puerta del bar, vio que estaba anegado en la penumbra y casi vacío. Mientras sacudía el paraguas, observó que la única persona que estaba sola era un hombre que leía un periódico y cuya calvicie parecía precipitarlo en el abismo de una vejez prematura. Se acercó a él y le extendió la mano diciéndole:
—Hola, León. Buenas tardes. Soy Amalia. ¿Pero no me habías dicho que llevarías una corbata de color rojo?
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