Estos pensamientos, que un día Jesús sembró en nosotros con paciencia infinita y que quizás en alguna ocasión olvidamos, sorprenden a veces brotando de nuevo, verdes y hermosos, del tronco de nuestra alma, «Con las lluvias de abril y el sol de mayo», como brotaba la vida del «Olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido» que sorprendió a Machado.
José Lorite me recordaba, no hace mucho, que en el colegio yo tenía fama de inconformista, rebelde y protestón hasta el punto que, según él, eso me restaba popularidad y aceptación por parte de algunos de mis compañeros.
Era verdad. A la vuelta de las vacaciones de verano en que fui a Francia, en la clase de Doctrina Social de la Iglesia, de la que el Padre era profesor, yo planteaba dudas y más dudas acerca de los abusos e injusticias de aquella sociedad. Me rebelaba contra la cruel emigración y lamentaba que tantos andaluces hubieran de marchar lejos de su hogar, para poder sacar adelante a sus familias. Me indignaba la explotación de los trabajadores por parte de sus patronos y me maravillaba, en cambio, la deslumbrante oferta de los países del “Paraíso Comunista”, en donde todos los obreros tenían trabajo y vivienda, sus hijos podían estudiar, donde no había carreras para ricos, donde todo el bienestar social estaba al alcance de cualquiera, independientemente de la situación económica de la familia a la que pertenecieran.
Protestaba y me avergonzaba del comportamiento blando y permisivo de la Iglesia para con el gobierno de entonces en España; del palio, bajo el que cobijaban al Dictador; y de tantas y tantas cosas, que Jesús escuchaba y soportaba con inmensa paciencia.
A pesar de que no era nada fácil, siempre comprendió mis inquietudes juveniles. Sabía perfectamente que, durante el verano, había pasado muchas horas hablando con exiliados de nuestra “guerra incivil”. Me había oído contar que algunos de ellos habían atravesado a pie los Pirineos, arrastrando o empujando, en ocasiones, a sus padres ya mayores, muchos de los cuales quedaron enterrados en la nieve para siempre. Me habían contado que, a veces, deseaban encontrarse con una patrulla de la Guardia Civil, que pusiera fin a tanto dolor y me enseñaban las huellas de su tormento. Sus miembros deformados y sus cicatrices atestiguaban la verdad de aquellos terribles relatos. Experiencias así, jamás se olvidan.
El año pasado, Jesús Mendoza me regaló un libro del que yo había oído hablar muchas veces: Tanguy, de Michel del Castillo. Aquel muchacho que, en plena posguerra, buscaba la paz, la felicidad y el amor. Que en Úbeda «conoció una felicidad como jamás había soñado». Que recuerda a «don Isaac, profesor de francés, hombre seco, nervioso y de una notable inteligencia». Que, impresionado por la bondad del padre Pardo, llega a decir que «el padre era caridad». Su lectura me devolvió en ocasiones a estos recuerdos.
Estas influencias fueron tan profundas para mí que entre los compañeros, en clase de FEN [Formación del Espíritu Nacional] con don Bernardo y siempre que disponía de oportunidad para ello, intentaba manifestar todas aquellas inquietudes.
Asistí, en Grenoble, al entierro del señor Pardo, natural de Jaén y afiliado al Partido Comunista de España, cuyo sepelio se llevó a cabo con la bandera republicana. Según aquellos hombres, la culpa de todos los sufrimientos que con tanta resignación soportaban era del capital en primer lugar; de Franco, en segundo, por ponerse al servicio del capital, según decían; y, finalmente, de la Iglesia y los obispos por permitir, tolerar y no rebelarse contra aquel estado de cosas. Yo no podía escuchar aquellas acusaciones sin intentar manifestar mi disconformidad:
«Pero oiga, en el colegio donde yo estudio, hay sacerdotes que ayudan a los trabajadores, que visitan a los mineros de Linares, que educan a niños pobres como yo, que atienden a los más necesitados, que buscan y consiguen trabajo para los padres de familia. En una palabra, trabajan para que todos tengamos más y mejores oportunidades y el día de mañana, los hijos de los obreros andaluces sean personas con formación y sensibilidad social». Decía esto convencido, porque lo estaba viendo y viviendo en Las Escuelas desde los siete años. Por el contrario, aquellas viejos comunistas, gente recta, buena y sencilla, pero con el alma llena de heridas y demasiadas horas de manipulación en sus conciencias, eran incapaces de escuchar ni creer mis razonamientos. Les habían dado respuestas para todo:
—Dionisio, aún eres muy joven y no es difícil convencer a chicos de tu edad de cosas como las que nos cuentas; piensa que el lobo se viste con piel de cordero para mejor atacar al rebaño.
Continuaban relatando historias, unas vividas, otras que habían oído contar a camaradas que, como ellos, se habían visto obligados a dejar atrás su pueblo, su familia y su patria. Historias tristes, llenas de traiciones e injusticias, de desprecio hacia todo lo que no fuera su gente y su ideario, únicos bálsamos de tantas heridas para ellos y para el futuro de sus hijos.
Hacía muy poco que la democracia había llegado por fin a España y, en un discurso de Marcelino Camacho, ‑gente buena hay en todas partes, igual que de la otra‑ volví a escuchar la “figura poética” del lobo con piel de cordero. Cómo me cuesta creer en los colectivos, como se dice ahora. Cada día, confío y espero más de las personas; pero en las instituciones hace mucho tiempo que he perdido la fe. Antes era el palio; ahora son las actitudes negociadoras y la comprensión para unos, mientras se impide que en determinadas iglesias y parroquias se celebren funerales por las víctimas de estos. ¡Qué difícil nos lo ponen! Pero, ¡allá ellos!