Dichoso, amigo Cirno, el hombre que tiene hijos queridos, fuertes caballos, criados fieles, perros de caza y un huésped de un país extranjero, rico en mercancías y amistad y que no importuna con peticiones de dinero. Escasos dones de los que no todos los hombres gozan, y todos ellos inestimables a la hora de combatir la soledad. Yo, en cambio, no poseía nada.
Todo el que llega del mar, devuelto, sin patria, está mal visto, inspira recelo y temor en los hombres honrados y provoca escasa misericordia en las mujeres, más crueles a veces que los propios varones. Joven era yo aún, aunque apaleado y maltrecho. Al llegar a las playas, debía tener el aspecto de un bárbaro o un demonio al que no quisieran ya ni en los infiernos.
De Ceos no conocía nada: ni a qué lado del archipiélago caía, ni si de ella había surgido algún hombre importante que ocupara un lugar en las historias que contaban los ancianos, o qué barcos paraban en su puerto y qué rutas llevaban, y en qué mercancías negociaban los comerciantes en aquel puerto ignorado.
Dormía yo en una cueva del acantilado, que abandonaba tan pronto subía la marea. Me alimentaba de frutos silvestres y moluscos. Nadie me importunaba, aunque me mirasen con recelo. Al parecer, a un tal Simónides le hablaron de mi presencia en la playa. Hizo prenderme por unos criados suyos, mientras dormía, y me condujeron ante él. Creía que me llevaban ante los jueces.
No le interesó de mí ni mi origen, ni mi familia, ni mis recuerdos, sino mi naufragio, del que me pidió contada historia, sin ocultar detalles. No supe interpretar su interés por asunto tan de poco relieve. Debí usar bien mi lengua, porque fui acogido en su casa como criado. Y no sé qué pudo ver en mí, que le llevó a gastar conmigo parte de su misericordia, pues era yo entonces una compañía incómoda para cualquier ciudadano libre: joven, débil, borracho, haraposo y deslenguado.
Se atareaba Simónides de Ceos, por aquellos días, en la escritura de un tratado sobre la Sophrosyne, yandaba algo embebido en sus pensamientos, reclamando para su tarea un silencio excesivo y un recogimiento semejante al de los cenobios. Yo procuraba agradarle y me mantenía alejado de su estancia, enviciado en el vino durante el día y en mis versos durante la noche, una vez recompuesto ya mi estómago y adecentado mi cuerpo.andaba algo embebido en sus pensamientos, reclamando para su tarea un silencio excesivo y un recogimiento semejante al de los cenobios. Yo procuraba agradarle y me mantenía alejado de su estancia, enviciado en el vino durante el día y en mis versos durante la noche, una vez recompuesto ya mi estómago y adecentado mi cuerpo.
Allí conocí a su sobrino, el cantor Baquílides, al que los empalagosos aduladores llamaban el ruiseñor de Ceos. Cierto era que su voz no tenía igual en toda la isla, ni en otras próximas o alejadas. Yo más bien creo que (porque me atreví a preguntárselo), antes del cambio de voz, lo caparon para que no desapareciera de su garganta aquel timbre angelical.
Tenía más caderas que las diosas de la fecundidad, y conservaba el rostro lampiño como el de un infante y unos ojos tan lánguidos como los de una doncella. Aun siendo ya de la edad de treinta años, cantaba con la vocecita de un párvulo. Cuando lo escuché por primera vez, se me vino a la mente un pasaje de Empédocles de Agrigento, que había aprendido de memoria, siendo yo aún muy niño. ¿Sabes tú algo de él? Sí, aquel poeta que se arrojó al Etna. Decían así, aquellos versos:
Yo he sido ya, antaño,
un muchacho y una muchacha,
y un arbusto y un pájaro
y un pez escamoso en el mar…
un muchacho y una muchacha,
y un arbusto y un pájaro
y un pez escamoso en el mar…
Conociendo Baquílides mi afición al vino y al andar en los baños entre los jóvenes y en las tabernas entre las putas y a componer versos, me buscó acomodo en otra casa en la que no necesitaran tanto recogimiento y que no se dedicaran sus dueños al ejercicio del pensamiento y sí a negocios más de cotidiano y de uso de la voz en su orden normal. Agradecí su gestión con unas odas que él llevó en su repertorio durante un tiempo y me dije como para animarle al cambio: «Báñate las costillas de vino, que es penosa la época». Y salí de casa de Simónides y entré en la de Licambes, un mercachifle viudo que sólo tenía hijas y que buscaba un varón de poco precio para ocuparlo en los trabajos de carga y descarga, cuando no de custodio de sus hijas.
Si la fortuna puede ser despiadada con un hombre, lo fue en esa ocasión conmigo, aunque tardé algún tiempo en reconocerlo. Por ello, he maldecido, hasta el cansancio, la desgraciada intercesión del cantor Baquílides y mi salida de la casa de Simónides, el pensador silencioso.
Yo no soy amigo de la censura: bien debes conocerme por todo cuanto llevamos hablado. A mí me basta con un par de yambos para hacer abajar al soberbio a ras de suelo o colocar al honrado en la cúspide del Olimpo. Para mí resulta igualmente rico quien acapara oro y plata y posee campos de siembra de trigo y picadero de caballos y mulos rapones, o quien se ocupa de dar gozo a su vientre, su costado o sus pies y es capaz de deleitarse, si la ocasión le es propicia, con una mujer o con un muchacho en sazón, con puta vieja o doncella honrada. El cuerpo no es un misterio divino, ni debe explicarse desde la magia o los símbolos, porque lo importante no es la carta, sino el individuo.
Pronto descubrí que Licambes era de espíritu mezquino, pero tenía en su casa un tesoro que yo pretendí, al poco de entrar en ella, y quise arrebatarle con toda mi astucia: su hija Neubola. Ningún botín satisface tanto a un hombre como una buena y hermosa mujer, y no hay desgracia mayor si se topa con una mala. Y como yo sabía que más se da el segundo caso que el primero, más me empeñaba en conseguirla.
La primera vez que vi a la muchacha, lucía una coronilla de violas y pampanillos, como las que usan las vírgenes que sirven en el templo de Palas, y una túnica color olivo bordeada de una cintilla de oro, dejando ver sus tobillos desnudos y sus pies pequeños, enfundados en unas sandalias de piel de cabra. Jugaba, con sus dos hermanas mayores en el huertecillo de la casa, a un insulso juego de enhebrar palabras. Ella se turbó al verme, tal vez por lo inesperado de mi presencia o por lo descuidado de mi figura.
Aquella visión casi divina me compensaba de todas mis tragedias anteriores. Y me decidí a cercarla con el mismo empeño y rigor que se asedia una ciudadela.
Su padre, sin embargo, descubrió nuestro juego de miradas y duplicó mis idas y venidas a los recados, a veces sin motivos y en balde.
Tengo que confesarte que fue la primera vez que me sentí atrapado por la fuerza del amor: de esa pasión que te hace perder la conciencia y anularte la voluntad. De su perfumado cabello y su tibio pecho se hubiera enamorado hasta un príncipe de Macedonia. Yo me atemperaba el desorden de mi pensamiento con la creencia de que la pasión de amor la barre el hambre; y, si no, el tiempo. Y, si ni el hambre ni el tiempo la barren, no resistirá a la soga. Pero, amigo Cirno, el amor había sacudido mis sentidos con las fuerzas con que el viento arremete en el monte contra las encinas. Y quedaron todos mis sentidos suspendidos. Le dediqué los versos más apasionados que he escrito, de los que me arrepiento hoy. Yo me decía: «Goza de tu juventud, corazón mío. Pronto serán otros los hombres sobre la tierra y, ya muerto, sólo serás tierra negra, polvo, gusanera».
El padre de Neubola, viendo la intensidad de nuestro amor y el empeño de la muchacha, me prometió en matrimonio con ella. Decisión que llenó de sorpresa y de alborotada alegría mi corazón joven y desprevenido. Y como el corazón satisfecho no entiende de desgracias, no me di cuenta que tal promesa encerraba a la vez una atadura.
Había deshecho yo el cíngulo virginal de la doncella. Y ella, gustosa, había consentido. Juntos subimos, a escondidas de Licambes, arrebatados y gozosos, a las más gloriosas cumbres del amor, no distinguiendo la plena noche o la luz del alba en el nuevo día.
El viejo astuto dilataba los esponsales, porque veía en mí un contendiente: dejaría de ser su criado para convertirme en socio. En eso, comprendí que la vejez es mezquina y embrutece al hombre y lo hace egoísta. Y yo, que ahora la vivo plenamente, atestiguo esto que digo. Sabiéndome avariento del amor, trastornado por aquel deleite, me retenía con promesas y nuevas fechas de bodas, hasta que decidí llevarme a la muchacha, sin anunciarlo a nadie; pero fue difícil ocultarnos en una isla tan pequeña, y él me denunció a los jueces. Ella volvió con sus hermanas y yo soporté condena durante un año, en un islote que hacía de prisión.
Contra ellos escribí los versos más amargos. Contra ellos arrojé de mi pecho todo el veneno del que es capaz de contener un corazón lastimado. Los cubrí de insultos. Repartí mis versos por toda la isla de Ceos. Pagué a cantores para que los recitaran en sus plazas, los muelles y tabernas. Yo mismo los decía, si era invitado a alguna fiesta, aunque a bien pocas se atrevían, conociendo la venenosa lengua que solía gastar entonces. No me interesaban ni la altura suprema de los ritos ni la elegancia de las formas. Yo pretendía hacer ver la vida como un hervidero, crepitante y ululador, no como la ven los trágicos, sino los cómicos. Yo jugaba a jugar que era yo, llenándolo todo de mí mismo, de mi odio hacia aquella familia, y de los otros también, pero ellos como acompañantes, como comparsas de un coro del que yo destacaba y ejercía sobre todos mi maleficio hipnótico, descomponiéndolos en seres fragmentarios y obscenos. Miraba a los demás en su reverso, en la escondida cara de sus espíritus, esas líneas que no se concretan en rasgos visibles. Pretendía desgarrar con las uñas de mis versos los velos encubridores de la hipocresía, para que se mostraran desnudos ante sí mismos y ante los demás comensales.
En aquellos poemas, elogié el largo y enojoso desempleo del sexo fláccido y sin erecciones de Licambes; de la mayor de sus hijas, pregoné su afición a las vergas de toro, de las que guardaba en un arcón todo un arsenal que usaba según sus apetencias o necesidades; de mi amada Neubola, propagué que gastaba una hermosa hernia que se la colocaba delante como una almohadilla, y que tomaba granos de anís para disimular el mal aliento; de la hija mediana, anuncié su apareamiento con un can de pastor, de los que cuidan los rebaños en la montaña. De mí dije, para limpiar mi crimen, que entré en casa del avaro como hombre joven que llegaba a remojar lo seco, ablandar lo duro y depilar lo peludo. Usé de la metáfora del sexo, que ellos nunca supieron distinguir porque, como habían aprendido en los poetas del mito, todo lo condicionaban a los símbolos. Yo prefería basar la metáfora en la experiencia, ya que la experiencia traspasa el símbolo y lo reduce a la realidad, y esta humillación derroca la altisonancia de los poetas antiguos. La metáfora, junto con la experiencia, se hace humana. Por tal razón, mis versos eran tan temidos.
Tuve que huir de Ceos. Pero antes de abandonar la isla, supe que Licambes y sus hijas, sin poder resistir los dardos de mis versos, que ya estaban en boca de todos, se habían colgado de la higuera del huertecillo, bajo la cual yo había acariciado por primera vez los pechos de Neubola.
No creo que haya más justicia en esta vida que la de la puta y el bañero: los dos meten en el mismo baño al hombre bueno y al malo, y que cada cual se cuide luego sus purgaciones.
Pero resulta que el amor termina por ablandar la cabeza y soltar la lengua hasta decir necedades de las que más tarde o más temprano se arrepiente uno. Yo no me arrepentí nunca de lo que escribí de Licambes y sus hijas. Si se ahorcaron, fue la justicia íntima la que dictó la sentencia.