Un puñado de nubes, 03

04-02-2011.
Traía la taza del café en una mano y el platillo en la otra; en la cara, ganas de conversación. León estaba alucinado esta primera vez en que una chica se dirigía a él desde que estudiaba en la facultad.
Antes paseó la vista por cada rincón de la cafetería, esperando encontrar las caras de los compañeros, disimulando risas. Pero todo era normal: reuniones aquí y allá, parejas que disfrutaban el descanso, esforzados que comentaban apuntes, algún que otro con su soledad encima… hasta el agua de la lluvia topaba levemente en el amplio ventanal.
—Así que de Valdelduque —le dijo Amalia—.
—En realidad me crié en La Puerta de Segura, donde destinaron a mi padre, guardia civil —se atrevió a decir—.

—¿Y qué te parece Granada?
¡Qué le iba a parecer! Habría que ser ciego en Granada, y León estaba hechizado, pero, vivos sus ojillos de lince. Lo que pasa es que el mundo universitario era demasiado grande para él, acostumbrado a la vida tranquila y simple de su pueblo. Quiso aparentar tranquilidad y no descubrir sus ansias y necesidad, ocultando su falta de experiencia en temas que se le figuraban amorosos.
—Una ciudad hermosa, asombrosa —dijo, mientras sorbía nervioso su café manchado—.
—Comparto piso con una amiga.
—Yo estoy en el Colegio Mayor Loyola, en Cartuja, muy cerquita de Filosofía y Letras. Me llamo León.
La tarde de noviembre dio paso a un atardecer de naranjas y rojos llanos, amortiguando conversaciones. León miró a su alrededor y se encontró con la mirada interesante del camarero que interpretó como «Estás muerto, chaval».
Amalia se levantó de pronto y, cargando su mochila al hombro, le cogió la mano y tirando suavemente se perdieron por los pasillos. Mientras llegaban al aparcamiento, ella sonreía a su horóscopo favorable y él, serio y merengue, imaginaba su primera nube y sus caderas.

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