Paco, «el del banco»

03-02-2011.
Decía que trabajaba doce horas diarias, de siete de la tarde a siete de la mañana, y debía ser verdad porque durante el día nadie sabía nada de él. Por su especial manera de entender la vida, desechaba cualquier ocupación digna y respetable. A eso de las siete y media, entraba en el pub haciendo graciosos comentarios en voz alta, con su envidiable acento gaditano. Se enrollaba como una persiana con cualquiera que acabara de conocer, le contaba la historia del banco y, a los pocos minutos, alternaban como si fueran amigos de toda la vida. Conocía a todo el mundo: periodistas, golfos profesionales, progres, cantantes y fulanas en fase de lanzamiento. De vez en cuando, asomaba con alguna colgada del brazo, se acercaba y te decía con gran solemnidad:

—Te presento a Vanesa, una “modelo” de toda confianza, con un envidiable futuro por delante —y subrayaba el «por delante» con una carcajada—.
Una tarde, apareció con Carmen y Luisita. Carmen tenía una sonrisa dulce, mimosa y seductora. Llevaba una blusa ligera, zapatos de medio tacón y una minifalda que tapaba lo justo. Luisita era morena, trigueña, con ojos grandes y avispados, como de jaca jerezana. Se acercaron. Por un momento, me sentí acorralado e indefenso, pero enseguida me puso por las nubes. Dijo que yo era un tío estupendo y no sé cuántas cosas más. Luego, pidió las consumiciones, hizo ademán de sacar la cartera, se contuvo un instante y, “complacido”, aceptó mi invitación. Nos acabábamos de conocer pero, en palabras suyas, «ya era uno de esos amigos, que casi nunca se encuentran en la vida». Me habían advertido que tuviera cuidado con él: que andaba “canino”, era muy astuto y rara vez erraba el tiro. ¿Qué pretendía? Yo andaba “tieso”, sin sueldo y sin empleo. Subsistía vendiendo apartamentos, a comisión, los fines de semana.
Las diez y cuarto. La atmósfera se iba cargando de un aire espeso, húmedo y dulzón. Los jóvenes se hablaban al oído y se besaban sin disimulo. Los Paraguayos tocaban Alma llanera y la sala se llenaba de poesía, del humo de cigarrillos y del son del arpa y las guitarras. El ambiente era alegre y bullicioso. En un rincón, al fondo del recinto, una muchacha se abraza locamente con un fulano que podría ser su padre. Los camareros no daban abasto. Nadie se movía. Llegó el momento. Paco pidió el tercer cubalibre y disparó sin previo aviso.
—¿Podrías dejarme dos mil pesetas?
Se me cayó el alma a los pies. Bueno, el alma y lo demás. Me quedé mudo y paralizado. Como cuando se va la luz y todo queda quieto y en silencio.
—Perdona Paco, pero no llevo encima ni quinientas.
—No te preocupes. Esta noche invitas tú y mañana, en el banco, lo arreglamos. Te voy a conceder una visa, con una cobertura, que vas a alucinar —y se quedó tan campante—.
No supe reaccionar. Debió ver mi tarjeta cuando pagué las consumiciones y no tuve más remedio que tragar. Además, las chicas lo habían oído todo. Miré al reloj: las diez y media. Matías ‑el mejor barman de España‑ encendió las luces del local y anunció ceremoniosamente:
—Señores, llegó la sagrada hora del bocadillo —era su forma de echarnos a la calle—.
La gente, poco a poco, empezó a abandonar el recinto. Una pareja de murciélagos volaba vacilante a ras de los tejados. Se habían encendido las luces y desde el mar subía un vientecillo suave y agradable. Los casados marchaban fumando, pensativos, para no llegar tarde. Carmen me cogió de la mano. Paco, que era un filósofo, se puso a deliberar sobre lo mal repartida que estaba la sociedad. Le parecía intolerable que unos tuvieran tanto y otros casi nada.
Llegamos al 600. El coche era una pieza de museo. Había dejado en el suelo una mancha negra de aceite del motor. La miró, nos lanzó una sonrisa resignada y, sin hacer mucho caso, abrió la puertecilla del automóvil. Se sentó delante, con Luisita; Carmen y yo detrás, como pudimos. Antes de arrancar, sacó de debajo del asiento una caja de cartón llena de cintas y eligió una con un título muy original: Lentas. Apretó un botón y empezó a sonar Puente sobre aguas turbulentas.
En el primer semáforo, le dio un ducados a Luisita:
—¿Me lo enciendes?
Ella encendió el cigarrillo y le dio un beso suave, dulce y prolongado. Tan prolongado que el coche de detrás se puso a tocar el claxon como un energúmeno. Entonces, propuse que fuéramos al Comendatore, que estaba bien de precio. Carmen se echó sobre mi hombro, susurrando Embiste toro bonito, embiste por “cariá”… Me contuve. No era cosa de que una chica tan guapa me pegara un corte a la media hora de conocerla. No obstante, le dediqué una frase breve y estudiada:
—¡Qué bien cantas!
Ella, llevándose la mano a la boca, contestó:
—Me muero de hambre.
El camarero llegó enseguida, con un bloc en la mano, sonriendo amablemente:
—¿Qué le apetece, señorita?
Carmen tomó un plato de lasaña y Luisita fumaba con una mano, mientras con la otra se empujaba unos raviolis con salsa de tomate. Al terminar, pidió un helado. Paco intervino con rapidez, haciendo gala de su vena callejera:
—Aquí no tienen helao, corazón mío. Pero tú no te preocupes; cuando salgamos, te voy a pegar un “sorbete”, que vas a flipar —y, mirando a las mesas vecinas, recalcó—. He dicho “sorbete”, con… “ese”. ¡Que nadie se confunda!
Se oyeron risas y hasta algún aplauso. Yo tuve la sensación de que todas las miradas se concentraban en nosotros. Especialmente en mí, mientras firmaba el comprobante de la tarjeta.
A la izquierda del pasillo, entre unas mesas, cerca de la salida, había un maniquí como los del museo de cera, sentado en un sillón. Tenía la apariencia de un señor de unos cincuenta años, de aspecto honorable, moreno, con la barba bien recortada y vestido elegantemente: traje oscuro, camisa blanca, con gemelos dorados y pajarita. Era Il Commendatore que daba nombre al establecimiento. La figura era tan real que parecía verdaderamente un aristócrata de principios de siglo. Paco, fingiendo conocerle, estrechó respetuosamente la mano del muñeco e indicó a Luisita que lo hiciera. Ella, ingenuamente, cayó en la trampa. Las risas se extendieron a todo el local. Complacido, cogió por el hombro a la muchacha, miró al interior del restaurante, se alisó el pelo y dio las gracias al público con una leve inclinación y una sonrisa. Como un actor en noche de estreno; con la condescendencia del astronauta que abandona la cápsula, tras varias semanas de viajar por el espacio.
 

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