Un puñado de nubes, 02

02-02-2011.
Era jueves y acababan de dar las cuatro. León se vistió despacio, casi con desganada parsimonia. Pensaba que aquel encuentro con la que decía llamarse Amalia, “mira qué casualidad”, no sería en realidad la solución que buscaba. La había visto en un programa del Canal Sur, en donde gente ya mayor busca compañía para romper el enfermizo círculo del silencio.
Fue la semana pasada. Había vuelto del paseo cotidiano antes de lo previsto, porque el viento levantaba con tal fuerza regueros de hojas muertas que hasta era peligroso cruzar por el paso de peatones, porque los coches no llegaban a ver con claridad si el semáforo les permitía continuar la ruta. Ni siquiera cubrió los menos de trescientos metros que le faltaban para llegar a la cafetería en donde, tras el almuerzo, solía tomarse su cortado con una copita de Duque de Alba, esperando a que llegara el amigo Alfonso para comentar las noticias de la semana.

Harto de caminar contra el viento y la mojada hojarasca, se dio la vuelta y unos minutos después abría la puerta de su casa.
—¡Vaya diíta que tenemos, don León! —le dijo el vecino, arrebujado bajo el paraguas.
León cerró la puerta, colgó el sombrero, se quitó la gabardina, se puso las chanclas para no embarrar la moqueta y se dirigió inmediatamente a la cocina. Eran poco más de las tres. La hora del café. Así que preparó una mezcla de colombiano y brasileño y, mientras esperaba el recrujido de la cafetera, se sirvió un culillo de coñac. Sentado en el sillón, con los pies cruzados sobre la mesa, León apretó el mando a distancia y, casi mecánicamente, encendió la tele, mientras saboreaba el cortado mediante pequeños y sonoros traguitos, seguidos del sorbito de coñac.
En cierto modo, se alegró de tomarlo solo en su casa porque, últimamente, empezaban a cansarle las conversaciones con Alfonso pues, invariablemente, giraban en torno a la recuperación económica y financiera del país. Bastante tenía él con haber trabajado más de treinta y cinco años en una Caja de Ahorros. Estaba harto de cálculos y estrategias.
—Mientras no me toquen la pensión… —concluyó—.
Pero, al tiempo que se daba la vuelta para volver a casa, recuerda que sintió como un resquemor en el estómago, provocado por ese inesperado esquinazo al amigo Alfonso.
—Lo menos que puedes hacer es advertirle de que no puedes ir —se dijo, mientras sacaba del bolsillo el móvil—.
Se conocían desde casi la infancia, cuando a mediados de los años cincuenta fueron juntos al internado que tenían los jesuitas en Úbeda, un poblachón de la provincia de Jaén. Marcó el número, esperó a que sonara cinco o seis veces y, viendo que nadie respondía, dejó el mensaje que justificaba su ausencia.
Entre sorbo de café y su correspondiente de coñac, León recuerda que, mientras volvía a casa, no le desapareció del todo el resquemor, porque podía ser que Alfonso se hubiese olvidado del móvil y estuviera sentado en un rincón del café, esperándolo inútilmente.
—Y además que, a su manera, puede ser un tipo simpático, sobre todo cuando habla de fútbol.
Y recordaba que el otro día le había dicho:
—¿Sabes, Leo —desde el internado de Úbeda, Alfonso lo llamaba así—, por qué en el fútbol la pelota es una metáfora de la mujer?
Y ante mi perplejidad, remachó:
—Sí: porque todos la quieren.
—Bueno, si tú lo dices… —le respondí—.
Pero, inmediatamente, Alfonso solía engancharse a la interminable retahíla de querer arreglar el mundo proponiendo soluciones a “la inquietante cólera del Hezbollah en Palestina”, a “la escalada militar de Corea del Norte”, a “la acción de los talibanes en Pakistán”; a “la crisis política de la Costa de Marfil, de Nigeria, del Zimbabue y las más recientes de Sudán, Túnez, Egipto y Jordania. ¡Y no olvidemos Haití!”. En la generosa alma de Alfonso bullía toda una inmensa ONG de carácter político, social y económico.
Sentado en el sillón, con los pies cruzados sobre la mesa, León miraba hacia la ventana y veía que pelotones de hojas la cruzaban como bandadas de pájaros descarriados. Luego volvió la cabeza y vio en la pantalla de la tele a un señor con bigote grueso, que interrogaba a una señora acerca de su vida. Iba a cambiar de cadena, cuando oyó que la tal señora se llamaba Amalia.
—Mira qué casualidad.
Y que buscaba a alguien que le ayudara a soportar la soledad que desde hacía quince años la atribulaba.
—¡Mira qué casualidad! El mismo tiempo que yo —pensó León—.
Le gustó de ella que era pequeña, con pelo castaño, corto, ojos muy vivos, pestañas largas y cejas bien torneadas; cuando respondía a las preguntas que le hacía el señor del bigote, se le dibujaban bajo las mejillas unos hoyuelos que le daban un alejado aspecto juvenil. Le pareció resuelta y, en cierto modo, atractiva; como lo fue su Amalia o, al menos, la Amalia que él recordaba.
Cuando se terminó el programa, León no lo pensó mucho: sacó su móvil del bolsillo e inmediatamente marcó el número que le habían indicado. Fue ella quien decidió que se verían el jueves de la semana siguiente, a las cinco de la tarde. Y como Amalia mostró conocer bastante bien el barrio donde él vivía, fue ella misma quien le propuso que la cita tuviera lugar («Mira qué casualidad», volvió a pensar León) en el bar donde él tomaba café con Alfonso.
Habían pasado unos días y había llegado el de la cita con Amalia. León buscaba en el armario una corbata roja. Sabía que dentro de nada recibiría la llamada de su hija y tenía ya preparadas las respuestas a las recomendaciones de todos los días:
— Sí, hija, he pasado una buena noche y me encuentro perfectamente.
— […].
— No; no te preocupes, que no necesito nada.
— […].
— Sí, acabo de comerme una pizza al horno, estupenda. Y nada más que una copa de Marqués del Riscal, ¿eh? Sólo una.
— […].
— Lo de la ropa sucia, mañana lo solucionaremos, ¿vale? Dales un beso a los niños.
Estuvo a punto de decirle que tenía cita con una tal Amalia.
—Mira, hija, qué casualidad, y también de Valdealto, como mamá.
Pero, ¿para qué? ¿Y si no resultaba nada de la cita?
Era media tarde. León había terminado de vestirse y se disponía a salir a la calle. Hacía meses que no se ponía aquella corbata de color rojo. De nuevo, tiempo desapacible. Las hojas pasaban como un revuelo de gorriones asustados. No iba con mucho entusiasmo al bar de la cita: sólo con cierta curiosidad y algo de nerviosismo.
—Yo vestiré chaqueta negra y falda roja —le había dicho Amalia—.
***

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