10-01-2011.
Por fuerza, deberíamos reflexionar sobre lo que ahora trato y sobre las barbaridades que de ello se han deducido. Y la principal es que el actual presidente de gobierno se ha entretenido en desenterrar la memoria, ahora llamada histórica, lo cual no ha sido sino conjurar, por lo que se ve, los fantasmas que nunca nos abandonaron.
Ni se nos permitió que los olvidásemos; que la llamada a la paz y el perdón, que lanzó un angustiado Azaña, ni se quería ni se daba. Por ambos lados. Pero no deberíamos olvidar (y aquí sí se produjo, al menos, una interesada amnesia justificativa) que el reconocimiento de los vencedores cubrió a sus víctimas (a unas más que a otras, que en esto hubo de todo) y unos se aprovecharon bastante de ese macabro crédito y otros no; a este respecto, conocí a una mujer, buena donde las hubo, que nunca emitió frase ni juicio contra los asesinos de su marido –falangista‑, que obtuvo una triste y mal pagada portería y que, ya muerto el dictador, a alguien se le ocurrió indemnizarla con esa pérdida. No, no todos los del bando vencedor cobraron sus réditos. Mas tampoco los del perdedor.
Al menos, el reconocimiento de su existencia no escrita, ni señalada, ni permitida. Las cruces en fachadas eclesiales y en otros lugares recordaron a los, por antonomasia, caídos; pero los paseados, fusilados o simplemente asesinados, por venganzas personales o porque sí, no tuvieron, hasta ahora, derecho alguno a volver a existir, aunque fuese el saber de ellos y de sus comunales fosas al amanecer. Y esto, a mi juicio, es simplemente la negación absoluta de la Historia (así, con mayúscula).
Ahora los familiares reclaman. Y con razón. Reclaman el derecho a ser parte de esa historia falseada o mutilada. Pero se da la paradoja de que, como en tantas cosas en nuestra España, dan algunos un giro absoluto y absurdo y no se paran a reclamar el derecho que les corresponde, sino que lo avalan con el falseamiento o idealización de la otra parte, su parte, de la verdad histórica. Y así, el pecado original se transfiere a los vencedores y solamente a ellos; como si los otros, en casos muy determinados y que no se deberían falsear, no hubiesen sido generadores de tal ominoso pecado.
Entre todos la mataron y ella sola se murió, es un popular dicho. Ahora resulta que aquel estado de cosas, aquella II República se acabó por sí misma; y tanto la querían que permitieron su fin. Pero no volvamos a ese tema, que todavía daría para largo y tendido, y volvamos al que origina este trabajo. Los abandonados en una cuneta necesitan, si así lo quieren sus familiares, ser descubiertos, para que de una vez por todas se termine la Guerra Civil; para que, de una vez por todas, se termine de manosear la memoria y el sentimiento se calme. Para que llegue, ahora sí, la Paz que reclamaba Azaña y que tanto nos restregaron los que vencieron, sin quererla. Y los que perdieron, por manipularla.
Los asesinos murieron y los asesinados se juntaron con ellos. En el más allá de lo ya no existente, si algo queda, ahí se habrá encontrado; y el absurdo y el horror se habrán hecho patentes para ellos. Y la realidad postrera, ¿para qué nosotros ahora ponernos a juzgarlos, a reinterpretarlos, a aducir razones y afrentas que sólo y muy sólo a ellos les afectaban…? Descansen y dejen descansar a quienes les quisieron o quieren mantenerlos en su memoria: a todos.
Por cierto y como colofón a lo expuesto, me queda una duda, más que razonable, abierta; tras la aparente exploración del campo del recuerdo donde se dijo que Lorca (y sus compañeros de desgracia) descansaban, ¿qué se logró?, ¿sólo un absurdo chasco?, ¿dónde pues esos restos sagrados?, ¿dónde el poeta y su desgracia?, ¿dónde está Federico García Lorca?, ¿se puede seguir yendo al barranco de Víznar a una peregrinación memorial, pero ya vacía de contenido, sabiendo que el poeta no está ahí?
Me da que quienes lo saben permanecerán mudos para siempre (y no dudo de que hay quien lo sabe).