02-01-2011.
En este año que comienza, además de esos propósitos que nunca cumplimos (dejar de fumar, contestar los e-mails, caminar una hora al día, escribir algo para el Rincón, la próstata, el chequeo, la dieta, y esos libros que no acabamos de leer), sería recomendable que hiciéramos un esfuerzo y dedicáramos parte de nuestro tiempo a estudiar catalán. Eso he dicho, catalán. Me consta que serán muchos los que se escandalizarán al leer estas líneas. No importa. Dentro de unos años se demostrará quién tenía razón. Afortunadamente, la Humanidad evoluciona. Hábitos y costumbres, que hace unas décadas nos parecían escandalosos, hoy se aceptan como la cosa más natural del mundo. Por eso, alzo mi voz en favor del catalán, que pronto será aceptado como idioma universal. Hay que ponerse al día, cuanto antes, y leer a Verdaguer y Maragall (don Jacinto y don Juan. No confundir con su nieto Pasqual, inventor del federalismo asimétrico).
Todo el mundo sabe que el castellano ‑español, si se prefiere‑ nació del latín, idioma al que llamamos «lengua madre»; aunque sorprende que del padre no sepamos nada. El latín llegó a España con las legiones de la antigua Roma. Los españoles de entonces, como los de ahora, nunca tuvieron facilidad para los idiomas. Se encontraban una falange, perdida en medio de la Sierra de Alcaraz, y los oriundos vociferaban como locos para explicarles que el campamento romano estaba en Tomelloso: «¡To-me-llo-so!». Y que se iba por allí: «¡Por-a-llí!». De una forma tan clara y expresiva que no sólo se oía: casi se veía. Ante la dificultad de entenderse con ellos, el dictador Cayo Gravior decidió imponerles el latín, siguiendo los pasos de un minucioso y estudiado plan. Si la excusa fuere: Volo sed non valeo, se aplicaba ab initio el conocido método manu militari. A partir de aquí, los hispanos inteligentes lo aprendían viva voce y los otros, que eran mayoría, a fortiori.
A consecuencia de los citados métodos, el castellano resultó un idioma nostálgico y tristón. Leamos los famosos versos de Rodrigo Caro: Estos Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora. O escuchemos la voz de Quevedo recitando con amargura Miré los muros de la patria mía… ¿Es triste o no? Y eso, por no hablar de “Las coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, o las vidas de santos que nos daban a leer en Villanueva, cuando teníamos anginas o paperas. Empezabas por el Beato Pedro Fabro y entrabas en estado de depresión. Seguías con la de San Roberto Belarmino y, al día siguiente, le decías a Fuensanta que estabas como una rosa, para finalizar aquellas aburridísimas lecturas.
Cuando un idioma se impone a golpe de decretazo, infinidad de palabras no sabe uno si las dice bien o mal: ¿Cónyugue o cónyuge? ¿Cocreta o cocleta? ¿Mondarina o mandarina?¿Moto o amoto? ¿Radio o arradio? ¿Muestrario o mostruario? En fin, la mayoría.
En conclusión, que el latín no respondió a las expectativas en él depositadas. En la Edad Media, sólo sirvió para que, desde el púlpito, los curas desbarraran del Cielo y del Infierno, como si vinieran de pasar el fin de semana en El más allá. Luego, soltaban latinajos como Peccare idem bis haud viri sapientis est, que viene a decir ‘El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra’, y la gente se iba a casa llorosa y arrepentida. Más tarde, en la época moderna, fue útil para multiplicar el número de suspensos, para que los seminaristas se ganaran unas pesetillas dando clases particulares, en verano, y para obligar a muchos alumnos a abandonar sus estudios de bachillerato. O sea, que el latín acabó por desinflarse y en nuestros días está tan desacreditado que apenas se estudia en los seminarios. ¡Faltó visión!
Qué diferente hubiera sido si, en lugar del latín, la Iglesia hubiera optado por el inglés. Hoy todos podríamos entendernos con esas turistas rubias y esbeltas, de talle frágil y andares sugerentes. Pero nadie manifestó la menor simpatía por la lengua de los herejes y bien que lo estamos pagando. Una academia en cada esquina para que la gente dedique media vida a estudiar This is a pencil o This is a table, por si alguna vez los del Imserso organizan una excursión a Gran Bretaña.
Muy distinta ha sido la evolución del idioma catalán, como podremos observar. Los catalanes eran uno de los pueblos más cultos de la antigüedad; les molestaba mucho la dictadura de Roma y cualquier otra, como a lo largo de la Historia se ha comprobado. Pasaba una centuria camino de la Imperial Tarraco, se paraban delante de una granja de Lleida, a descansar, y decía el portavoz para congraciarse con los lugareños:
—¡Ave!
Y los nativos, que siempre fueron muy desconfiados, pensaban: «Otros tíos que vienen a robarnos las gallinas». Los catalanes siempre fueron más inteligentes que el resto de pueblos del suelo patrio. Pronto advirtieron que vocablos como filípica, catilinaria, memorándum, tándem, cerumen, vademécum y Laporta no les serían de gran utilidad. De hecho, muy pocas palabras procedentes del latín han logrado sobrevivir al paso de los siglos. Yo sólo me sé dos: Generalitat y Referéndum.
Reconozcamos que el idioma catalán es dulce como un zureo de velas y de espumas, y suave y delicado como el arrullo del viento y de la luz. Hace más de dos mil años, se hablaba en las naves fenicias que elegían para veranear las limpias aguas de la Costa Brava. El buen entendimiento entre los dos pueblos favoreció notablemente el desarrollo de sus respectivas economías. Catalanes y fenicios, pueblos trabajadores donde los haya, aprovechaban las vacaciones, para preparar la temporada otoño‑invierno y confeccionar, conjuntamente, selectos muestrarios de paños y tejidos, rivalizando en precio, modernidad e innovación. En consecuencia, también el idioma se enriqueció con nuevas palabras que hoy se mantienen vivaces y festivas. Son palabras de trabajo, de esfuerzo, de futuro y de riqueza. Citemos algunas de las más conocidas: benefici, negoci, producció, rendibilitat, remesa, pagament, escandallo, pagaré, notari, protesto, lletra, patrimoni, dreta, esquerra, culé, rebaixes y mostruari. En cambio, del idioma cartaginés sólo ha sobrevivido una palabra, aunque muy importante: Barça. En honor del glorioso fundador del equipo de fútbol de la ciudad, don Amílcar Barca.
En Cataluña, no gusta la gente que grita. Sale por la tele el molt honorable Jordi Pujol o don Artur Mas y hablan tan bajo que ni se les oye. Tienen que poner un letrero, en la parte inferior de la pantalla, para que entendamos lo que están diciendo. Las mujeres son dulces, sensibles y nunca hablan a voces. Llaman al marido Amor meu, que suena a susurro y maullido de gato zalamero. En cambio, uno se imagina a las “flamenconas” de la literatura castellana, con los brazos en jarras y abanico en ristre, pegándole una bronca al marido por llegar, en aquellas condiciones, a las cuatro de la mañana. Así imagino yo a La Regenta, Pepita Jiménez, Fortunata y Jacinta; y no digamos a Agustina de Aragón, con la mecha en la mano y haciendo correr a los franceses a cañonazos.
Esta situación no puede prolongarse por más tiempo. Hace falta que alguien ponga orden de una vez. Como está muy claro que no podemos con el inglés; que el castellano no tiene padre y nos lo impusieron a golpe de decretazo; que es triste y nostálgico, como un miserere y, por si fuera poco, hay que desgañitarse para poderlo hablar, es evidente que el futuro está en un idioma, fácil, dulce y amable como el catalán. No podemos seguir hablando un idioma en el que la mayoría de gente confunde cloqueta con cocreta. ¿De acuerdo? Ea, pues vayamos pensando en buenas esquinas para instalar las nuevas academias.
Barcelona, 31 de diciembre de 2010.