19-11-2010.
Tú que te dedicas al estudio, habrás visto que todos nuestros poetas han sido muy proclives a elogiar a los soldados valerosos. Hemos aprendido a leer en los cantos las hazañas de los héroes mezcladas con las de los dioses. En ellos vemos que la guerra es el único oficio válido para el noble y redentor para el liberto.
Nos ofrecían la muerte no cómo el tránsito amargo al Hades, sino como el puente que nos aproxima a la gloria de la fama.
Proscritos han sido siempre los soldados que abandonaron el campo de batalla y emprendieron otra pasión distinta, no aceptando las estrechas fórmulas que nos propone Homero. El hombre no se repite, mi buen Cirno; el hombre como individuo, me refiero: esa identidad unitaria dentro de la general especie humana.
De lo que te estoy hablando es no sólo de las diferencias muy concretas que podemos encontrar entre la impiedad de los asirios y la mansedumbre de los hebios, o entre la ferocidad de los frigios y el refinamiento de los sibaritas. Te hablo más bien de la profunda diferencia que me hace distinto de ti, joven Cirno, aun siendo de la misma patria, teniendo la misma lengua y creyendo en los mismos dioses.
En ese fragor de lanzas, chocar de espadas, golpear de escudos, silbar de dardos y correr de caballos que es la guerra, yo me siento otro, aunque próximo a los demás. Yo puedo, en un momento determinado, mirar al firmamento y ver no sólo los espacios infinitos, mares de fluidos y éter, globos o puntos luminosos, sino que además puedo nombrar a cada uno de los elementos con una palabra de distinta intención a la que usa el pastor solitario, el marinero, el soldado, la puta joven que husmea, tímida aún, en las tabernas, el niño que va a la escuela o la muchacha, todavía pura, que abre al amanecer la ventana. De esto te hablo, de ese distinto modo de entender la naturaleza que nos envuelve y de la que formamos parte. El físico se pregunta sobre el origen del mundo; yo me adentro en el presente, con la ansiedad de saberme único en relación con ese diálogo que establezco con los propios elementos. El agua, los focos de fuego celeste, las luminarias, los temblores de la tierra, las noches y los días, el sol, la roca, los ríos, la centella de la tarde y la luz de la aurora son mutaciones de una misma materia.
Igual que fui adentrándome en el conocimiento de los más elementales procesos de la naturaleza, de ese mismo modo se fue formando en mí la idea de que sólo podría salir de Paros como mercenario.
Crises aprobó mi decisión y me entregó su escudo y su lanza junto con unas monedas. Pero tuve que esperar el momento propicio. No me interesaban las guerras domésticas entre ciudades empobrecidas, cuyos jefezuelos pagaban poco o era incierta la paga. Pude ennoblecerme en la guerra del Peloponeso, pero allí tendría también la sombra de los héroes de Troya, Fidón de Argos, que dominó toda la Argólida y la Isla de los Cipreses, Aristodemo de Mesina, rey que sugirió el ataque a Esparta y pudo salvar así a su pueblo, retirándose al monte Itome, Aristómenes, que hace pocos años mantuvo con escasas tropas una larga lucha de desgaste durante diecisiete años contra Esparta.
Yo prefería Cartago. De un lado me lo pedía la parte de sangre africana que fluye por mis venas y, de otro, la novedad que la estrategia griega podría suponer de ventaja en los desordenados ejércitos que operaban en aquellas regiones.
Se rumoreaba por el puerto que los marineros que llegaban de aquellas tierras hablaban de que los habitantes de la ciudad egipcia de Sais, asolada y sometida por los asirios desde hacía más de diez años, preparaban en secreto una revuelta. Un jefe mercenario de Mileto llamado Codo andaba entre las islas reclutando un grupo de hoplitas para la campaña del Nilo. Sabía muy bien que varias legiones disciplinarias de soldados griegos podrían derrotar a las tropas asirias que se habían quedado como retén en Sais. No es el número sólo lo que cuenta en una guerra, sino el uso racional de las huestes, la industria de las armas y las innovaciones de las tácticas y estrategias de campo.
Los príncipes egipcios habían concertado con Codo la formación de un ejército de hoplitas y arqueros, con la promesa de cederles, en caso de victoria, a quienes quisiera aceptarlas, en la desembocadura del Nilo, tierras para fundar una colonia que pudiera mantener sus propias leyes, religión y costumbres. Vi entonces la ocasión oportuna. No porque ansiase las tierras del Nilo, sino porque podía por fin salir de Paros y ganar un buen sueldo, en condiciones, cuando menos, lo suficientemente dignas. Sin embargo, de los veinte hoplitas que embarcamos en nuestra isla, doce desembarcaron pronto por la desconfianza en el contrato verbal que estableció Codo. Abandonaron la nave sin soldada alguna en la Isla de los Cipreses, donde no fueron muy bien recibidos, y en la que subió una centuria de soldados de a pie y cuarenta caballeros con sus monturas de guerra y arneses, no tan fuertes como los de Paros.