Don Sebastián López. Nuestro hermano mayor, 2

07-11-2010.
Los temas de conversación con Sebastián se sucedían uno tras otro. Sus primeros tiempos como profesor; su responsabilidad para con nosotros; sus actuaciones, a veces, comprometidas y contrarias a los criterios establecidos. ¿Qué maestro no ha sufrido, hoy, alabanzas por cumplir con su obligación y, mañana, escarnios por seguir cumpliendo con ella? Mil veces recordé los versos Del Cantar del Mío Cid: «Dios, qué buen vasallo, si tuviese buen señor».

Cuántas veces pensé en lo importante que sería poder expresar numéricamente la eficacia y la rentabilidad de los educadores. Si el éxito del directivo consiste, entre otras funciones, en la mejora de la cuenta de resultados de la empresa, y eso se mide en unidades monetarias, ¿cómo podrían medirse los resultados de un educador?; ¿cómo apuntar en su “activo” la sensibilidad y el afecto hacia sus alumnos?; ¿de qué forma podrían anotarse, en un supuesto balance, sus sacrificios, su paciencia, sus desvelos, su generosidad, su profesionalidad para preparar las clases día a día?; ¿cómo valorar la actualización de sus conocimientos, el incremento de su vocación, su orgullo y su rebeldía ante la injusticia, venga de donde venga? Al mismo tiempo, qué interesante resultaría poder anotar, en el “pasivo”, la condescendencia para con el poder, la sonrisa y el halago convenientes, la capacidad de politiqueo, la adaptabilidad y el camaleonismo correctos, la insidia, la intriga y la camarilla. Seguramente, por eso, en el mundo de la educación no existen “marioscondes”, ni hay sobreprecio de educadores, ni se hunde la cotización de este o aquel colegio, ni la competencia sanciona a nadie con dureza, ni las acciones repuntan o ceden un cuartillo.
Al día siguiente, dejamos el “barri vell” para subir al mirador de Montjuic y contemplar, desde lo alto, la más maravillosa vista de Barcelona; los barcos lentos y parsimoniosos, alejándose de los muelles; el sol espléndid, bañando de luz y plata la ciudad; el Estadio Olímpico y, junto a él, el Palau Sant Jordi. Era la paz absoluta de la montaña y, al pie, en la ciudad, el bullicio de casi dos millones de personas en incesante movimiento. Grandioso e inolvidable.
Durante su estancia en Barcelona, una pregunta tomaba cuerpo, cada vez con más fuerza, en mi imaginación. ¿Cómo un hombre de la capacidad e inteligencia de Sebastián no fue director de la Escuela de Magisterio de la Safa? Sus primeros años fueron espectaculares. Empezaba el día despertándonos a poco más de las siete de la mañana. A continuación, un paso ligero hasta los campos de deporte, en donde nos “mandaba” la tabla de gimnasia diaria, carreras, saltos, flexiones, desfiles, «Firmes ¡ya!», «Descanso ¡ya!», «A cubrirse ¡ya!». Así durante una hora. Corriendo, para no enfriarnos, de nuevo al dormitorio: aseo, revista para que todo quedara en orden y a misa. «Ite, missa est» ‘Id en misión evangelizadora’, decía el oficiante y, en fila, al comedor. Media hora duraba el desayuno, un pequeño descanso de quince minutos y al patio ‑ahora quieren llamarle “segmento de ocio”. ¡Ridículo, repipi y de una pedantería insoportable! Me gustaría conocer los méritos pedagógicos del/de la “Pestalozzi” que ha inventado semejante tontería. Después de esos quince minutos, a clase, que, al ser la primera de la mañana, solía ser la suya: Matemáticas. No paraba en todo el día: de clase a clase, de recreo en recreo, ahora al comedor, ahora a las filas, el rosario, el estudio, las charlas de formación, la cena, la visita a la iglesia y, por fin, al dormitorio. Allí dejaba a una parte de los alumnos y marchaba con otros a ensayar una obra de teatro, a preparar una salida cultural, o a impartir un seminario de Matemáticas a los más aventajados o a los más necesitados en la materia.
De esta forma se prepararon “El médico a palos” y “Cuatro corazones con freno y marcha atrás”, entre otras, además de actuaciones, chistes, canciones, etc., que, en nuestras visitas a los pueblos de la comarca, representábamos en el teatro del pueblo, siempre repleto de público. A la una de la madrugada, algunos días ‑incluso más tarde‑, íbamos a dormir. Había que descansar hasta el día siguiente, que comenzaba de nuevo otro maratón. Antes de retirarse a su cuarto, se aseguraba de que todo estuviera en paz y en orden. Fumaba un último cigarrillo por el pasillo del dormitorio y escuchaba las fantasías oníricas que algún compañero, en medio del silencio, proclamaba en voz alta. La más famosa era la de aquel muchacho que, hablando en sueños con su madre, le pedía moderación a grandes voces: «Madre, no fría usted más chorizos, que con estos cuatro kilos ya tengo bastante». El alimento del alma en Las Escuelas era abundante y exquisito; pero parece que el del cuerpo no estaba al mismo nivel, ni en cantidad ni en calidad. Los chorizos de la tierra ‑rojos, provocadores y chorreando aceite‑ eran un sueño imposible.
Los sábados y domingos no solían ser festivos para él. Estos días tenía lugar la gran fiesta deportiva semanal, dedicada a combatir a los equipos de fútbol de los compañeros de Oficialía o de Maestría Industrial, guiados por algún curilla con vocación de entrenador. Con estas u otras actividades parecidas, se consumían las mañanas de la mayoría de los domingos del año. Por la tarde, una hora de estudio, paseo por la ciudad y, hacia las siete, al cine del colegio. A cada una de estas actividades se entregaba con toda la fuerza y el entusiasmo de su juventud. Era feliz. Tenía tal capacidad para transmitirnos motivación que, un día en que Miguel Damas estaba consultando las tablas de logaritmos y a un gracioso se le ocurrió preguntar: «Don Sebastián, ¿usted cree que será capaz de aprendérselas de memoria?», el profesor contestó con rotundidad: «¿Cómo que de memoria? Nada de memoria. ¡Entendiéndolas!».

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