Don Sebastián López. Nuestro hermano mayor, 1

13-10-2010.
A finales del pasado diciembre, me llamó a casa don Sebastián para anunciarme que su hija Ester, en fecha próxima, asistiría en Barcelona a un congreso de Medicina y le gustaría encontrarse con nosotros, aunque solamente fuera por unas horas. Gratísimamente sorprendido, lo conté a mis amigos, a la familia, en la oficina, en fin, a todas las personas de mi pequeño círculo social. Me costaba trabajo creer que una chica tan joven, con su carrera de Medicina terminada, que visitaba una de las ciudades más hermosas del Mediterráneo en compañía de otros médicos de su edad, pudiera interesarse en reunirse con un “antiguo” ‑suena fuerte‑ “antiguo” alumno de su padre.

Un día, una clienta de casi ochenta años, que se cambiaba de vivienda, me dijo: «Hijo, no se ría, pero ¡me siento tan joven!».
La localizamos por teléfono y, hacia las siete de la tarde, mi mujer, mi hija y yo pasamos a recogerla. Estuvimos juntos toda la tarde, recorrimos el Paseo de Gracia, charlamos sin descanso, cenamos en el Puerto Olímpico, la última “maravilla de Barcelona”. Escuchamos su conversación con sumo interés y, casi a las dos de la mañana, la acompañamos de nuevo a su hotel, frente al palacio de los Condes de Güell, junto a la Rambla de las Flores.
La conversación con Ester fue deliciosa. Nuestra charla, lógicamente, se centró en sus padres, vínculo común. Repasamos los sacrificios e inquietudes que comporta sacar adelante a unos chiquillos en una tierra dura, difícil y con escasas oportunidades. El enorme respeto hacia la libertad y la responsabilidad que lleva aparejada la educación de los hijos. Las privaciones, los desvelos por unas criaturas que lejos de su familia luchan y sufren en solitario hasta acabar sus estudios. El silencio inquieto de los que cada noche se preguntan, al ir a dormir, si ha llamado la pequeña o si los chicos podrán salir adelante con estas carreras tan difíciles que han escogido o si seremos capaces de soportar este esfuerzo económico hasta el final.
Por último, y como no puede entenderse la bondad, ni la generosidad sin una inteligencia privilegiada, terminarnos hablando de las dotes excepcionales de su padre, alumno modélico y extraordinario profesor de nuestros primeros años de internado. Como digo, nos despedimos casi a las dos de la mañana.
A los pocos días, recibí carta de Sebastián, agradeciéndome las atenciones dispensadas a su hija y comunicándonos que su esposa Encarnita y él habían decidido venir a pasar unos días a Barcelona. Lógicamente querían vernos y estar con nosotros.
Para mí, tener la oportunidad y el placer de charlar sin prisas con una persona que influyó tanto en nuestras vidas y comentar con él misterios y secretos del internado, después de treinta y cinco años, me parecía apasionante.
El día cuatro de enero amaneció espléndido. Sobre las diez de la mañana fui a buscarlos al aeropuerto. En poco más de una hora, habían dejado a sus hijas en Granada y estaban en Barcelona dispuestos a pasar unos días de descanso. El aeropuerto del Prat no tiene la magia y el sabor de la antigua estación de Francia, inolvidable para los que en los años del desarrollismo veníamos con nuestras maletas de madera atadas con cuerdas y repletas de ilusión, en busca de una nueva vida. No obstante, les encontré muy contentos por estar aquí. El viaje era un obsequio de sus hijos.
Recuerdo las palabras que Javier, el hijo mayor, les dedicaba en una tarjeta: «Todo mi agradecimiento es poco». Realmente hermoso. No puede decirse más con menos palabras.
Desde el aeropuerto, marchamos al hotel, ubicado en la zona centro, muy cerca de la catedral. Dejaron su equipaje, cruzamos la plaza de San Jaime y, por la calle Fernando, llegamos a las Ramblas. Desde allí, Colón, Maremagnum y el moderno Aquarium. Unas cervezas y el recuerdo presente de hechos y compañeros. Hacia las tres, les dejé en la terraza de un restaurante junto al mar. Por la tarde reanudamos nuestro recorrido.
En esta época del año, el “casco antiguo” de Barcelona respira la brisa húmeda del cercano Mediterráneo. La escasa luz de sus callejas y las piedras ennegrecidas de sus torres y muros centenarios dejan en el aire un rancio sabor a tiempos pasados. Los restos de la muralla romana, testigos de un pasado glorioso, recuerdan hoy en silencio el griterío de las invasiones, el humo de las hogueras, el alboroto de los caballos, el golpeo metálico de las espadas y los quejidos de muerte de los vencidos.
Paseando, recordaba de nuevo los sueños que en mis primeros recorridos por aquellas callejas estimulaban mi imaginación. En las noches lluviosas de otoño, el barrio entero adquiere un aspecto sobrecogedor. Sus calles estrechas y oscuras parecen evocar escenas de pánico, de miserias, de pasiones ocultas y prohibidas. Hablábamos de mis años como estudiante trabajador en Barcelona, tiempos decisivos, de lucha, de esfuerzo, de ilusiones y esperanzas. Encarnita, su esposa, de cuando en cuando intervenía discretamente, añadiendo algún comentario a las anécdotas y recuerdos de aquellos años.
Más de una tarde cambié clases de la Facultad por amorosos y románticos paseos al anochecer por estos andurriales. Después de tantos años de internado, el estreno de la libertad conseguía que, simplemente, unos vinos, un perrito caliente y algún besuqueo de juventud fueran suficiente estímulo para seguir soñando con un futuro lleno de promesas y alicientes.

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