Con estas dos coordenadas, Cela ‑o Pascual Duarte‑ nos introduce el tremendismo patológico de sus reacciones que, a veces, están a la altura del peor animal salvaje. La novela se publicó en 1942. La guerra civil española y su violencia están próximas aún. El autor coloca la historia narrativa hacia 1927. Es probable que haya alejado la fecha como recurso literario, para darle mayor veracidad y separarla del tiempo inmediato que acaba de conocer. Quizá sea buscar intenciones que ahora no se pueden pormenorizar ni, tampoco, afirmar con elementos válidos de criterio. Pero el cimiento que Cela utiliza en su novela podría estar en esa lejana ubicación temporal.
De cualquier forma, es una narración de secuencias absolutamente desagradables, con relato de Pascual en primera persona en todas ellas, que nos lo aproximan y, por momentos, nos lo humanizan. ¿Qué encontramos de positivo en este personaje? Evidentemente, su amor a algunas personas. Ama a Rosario y a Mario, sus hermanos. Y los ama totalmente. Ama a Lola, su primera mujer, quizás con algún arrebato patológico‑sexual. Lástima que este amor encendido se torne, con el tiempo y las cosas, en respeto. Y amó a Esperanza: «La besé ardientemente, intensamente, con un cariño y con un respeto como jamás usé con mujer alguna, y tan largo, tan largo que, cuando aparté la boca, el cariño más fiel había aparecido en mí».
Ya es mucho, a favor del narrador, que cuente arrepentido y asombrado su propia maldad. Esto nos acerca de entrada. Nos ayuda su consciencia de que obraba mal, sin poder evitarlo: «Quería poner tierra entre mi nombre y yo, entre mi nombre y mi recuerdo y yo, entre mis mismos cueros y mí mismo, este mí mismo del que, de quitarle el nombre y el recuerdo, los nombres y los cueros, tan poco quedaría».
Es un hombre que se ve bajo y ruin, pero que se ve. Tiene el yo mínimo y suficiente para reconocerlo. Este Pascual no es una bestia: es la sociedad, es el fatalismo, que lo empujan. ¿Qué recorte de la personalidad se ha roto en él? No puede sustraerse al instinto. Si ama, es definitivo; si odia, mata.
«Mi madre seguía usando de las mismas mañas y de iguales malas artes que antes de que me tuvieran encerrado. […] Me planteó la cuestión en unas formas, que pude ver que no otro arreglo sino el poner la tierra por en medio podría llegar a tener. La tierra por en medio se dice cuando dos se separan a dos pueblos distantes; pero, bien mirado, también se podría decir cuando entre el terreno en donde uno pisa y el otro duerme hay veinte pies de altura…».
Nos disloca este personaje. Intenta ser fiel a unos sanos principios, pero se rebela contra la maldad que le rodea brutalmente. Nosotros, que lo vemos desde fuera, opinamos que el desquiciamiento de su personalidad es casi lógico, porque trata de romper la maldad con la maldad, ya que su bondad, o no está, o nada puede. Su bondad no está a flote, porque las personas se la han asfixiado.
Pascual adoraba a su hermano Mario, precisamente por su invalidez. Y esto, lo que sigue, lo contempló impasible por fuera: «La criatura se quedó tirada todo lo larga que era, y mi madre ‑le aseguro que me asustó en aquel momento que la vi tan ruin‑ no lo cogía y se reía, haciéndole el coro al señor Rafael. […] Cuando volvimos hacia la casa, pasadas dos largas horas del suceso, el señor Rafael se despedía; Mario seguía tirado en el mismo sitio donde lo dejé, gimiendo por lo bajo, con la boca en la tierra y con la cicatriz más morada y miserable que cómico en cuaresma». Esta impasibilidad, frente a un trato tan inhumano, tendrá que estallar sin excusa.
Camilo José Cela es tan crudo con lo que cuenta, que nos hace daño en la sensibilidad. Quisiéramos que Pascual Duarte fuese una pesadilla, porque no es normal todo lo que ocurre. Son vidas de absurdo, con reacciones imprevisibles y sentimientos deformes. Nos horroriza pensar por momentos que tal historia ha podido ser auténtica. Y, al mismo tiempo, agradecemos el ejemplo que de la maldad nos trae. Es una historia repelente, que aceptamos porque es Pascual quien la cuenta. Es como una desgracia de familia, que todos sabemos, que todos tapamos, que todos queremos olvidar. Sólo que, esa familia debemos ampliarla a términos de muchedumbre, azotada por una endemia moral, catastrófica.
La maldad la lleva la gente, el hambre, el cacique, el chulo, el sexo, la enfermedad, la vida. Y, ¿qué vida merece vivirse así? ¿No es preferible el premio de la muerte? «Si Mario hubiera tenido sentido cuando dejó este valle de lágrimas, a buen seguro que no se hubiera marchado muy satisfecho de él. Pero vivió entre nosotros. […] ¡Bien sabe Dios que acertó en el camino, y cuántos fueron los sufrimientos que se ahorró al ahorrarse años!».
Pascual Duarte luchó salvajemente por la vida, sin saberlo. Cuando subió al patíbulo, tembló por primera vez, porque le quitaban definitivamente el último reducto para seguir luchando. Iba a entregar la suya, porque se había rebelado contra otra vida que no le gustaba. Lo hizo a corazón abierto, desgarrado por la fuerza de un misterioso fatalismo. Se había equivocado, según el mundo. Pero es posible que, para el que lea sus memorias, no se equivocara completamente.
Redactado el 17-11-1976.