15-09-2010.
Gregorio Alfaro Teruel nos narraba sus recuerdos como interno, que él titulaba “Recuerdos de un safista”:
Aparecían en el claro y diáfano horizonte de la sierra segureña las primeras nubes del otoño. Atrás quedaba el largo y nervioso verano de 1956 y con él una de las etapas más interesantes de mi vida. Se cerraba la puerta de mi escuela unitaria donde recibí cariño, comprensión, estímulo y aprecio de mis maestros y la amistad y compañía, siempre alegre y cercana, de mis compañeras y compañeros. Finalizaban mis caminatas diarias Valdemarín-Orcera, ida y vuelta, estudiar a la luz del candil, el trabajo del campo, la huerta, los animales… Cambiaría mi entorno bucólico y libre por los muros de un internado y el acatamiento de una férrea disciplina.
Había superado brillantemente el examen de ingreso y me incorporaba al colegio que los padres jesuitas tenían en Villanueva del Arzobispo. La verdad es que no venía solo: la Sierra de Segura había conquistado a la Sagrada Familia y aquí nos juntamos chavales de Orcera, Siles, Benatae, Hornos, Valdemarín, El Tranco… Muchos padres buscaban para sus hijos un futuro más próspero y aquí encontraron el único barco que ofrecía pasajes gratis para navegar en busca de mejores puertos.
Mi madre había preparado con mucho esmero y cariño el hatillo que necesitaba para instalarme en el internado. Todo debía ser igual que lo relacionado en la comunicación que habíamos recibido, porque siempre existía el miedo de que me echaran por no cumplir las instrucciones. ¡La que se armó en casa porque no encontrábamos en las zapaterías las botas de piel de becerro! Me las hizo a medida un zapatero de La Puerta de Segura.
Llegó el momento esperado, deseado y temido. Despedidas, algunas lágrimas de hermanos y familiares, alguna moneda «para que te compres algo». Acompañado por mis padres, enfilamos el camino a Villanueva en una camioneta que habían alquilado todas las familias del grupo de serranos que veníamos al colegio de los jesuitas.
El camino fue penoso pero alegre; el recibimiento y la acogida más bien triste. Fue Fuensanta quien me asignó la cama, el pequeño armario, la silla con cajón incorporado y no recuerdo si algún utensilio más para guardar mis cosas y calentar mis sueños. Todo lo poco que traía quedó bien colocado. Los padres hablaban unos con otros, contándose “sus cosas”, y la tarde se acercaba al ocaso a paso ligero.
El tiempo de recepción y acogida se acababa, los padres debían abandonar el colegio y en él quedaba Gregorio, solo ante el peligro.
No recuerdo mucho de mi primera noche. Probablemente quedó alguna lágrima guardada en el embozo de la sábana y quizás soñé que un ángel me llevaba en –volandas a Valdemarín y me ponía en la silla de aneas, formando corro con los míos alrededor de la lumbre.
Nos levantábamos a golpe de palmas y silbato. Los aseos, como el dormitorio, eran corridos; y el agua, naturalmente fría. ¡Cómo nos espabilábamos! Don Rogelio vigilaba para que el aseo se realizara de manera correcta y no se utilizara la saliva ni el pico mojado de la toalla para eliminar de los ojos los residuos que había dejado la noche. Finalizadas las tareas de aseo, “arreglo” del espacio y ubicación ordenada de los enseres personales, nos colocábamos a los pies de la cama, esperando la orden de salir hacia la capilla o hacia el comedor.
De las comidas no tengo un especial recuerdo, porque mis padres me enseñaron pronto a comer de todo y a no ser glotón; y eso debió evitarme alguno de los problemas que cuentan mis compañeros. Recuerdo el café con leche acompañado de pan y mantequilla, las legumbres, el pollo, algo de matanza… Como los recursos eran escasos, no podía quedar nada en el plato, ni siquiera el pimiento rojo, el tomate o el ajo con que habían sido guisadas las lentejas. Prohibido decir «esto no me gusta» o «me da asco», porque el episodio podía terminar mal. La comida se consumía en silencio, mientras se escuchaba la lectura de un libro cuyo contenido estaba relacionado con la vida de algún santo, o contenía normas de educación, urbanidad, convivencia, etc.
Los desplazamientos en el recinto siempre se hacían en perfectas filas y en riguroso silencio. De eso se encargaba don Rogelio, que avisaba a los infractores “acariciando” la cabeza con el silbato o llevando la rodilla al muslo de quien hubiera metido la mano el bolsillo, para esconderla del frío viento que silbaba entre los árboles y las paredes colegio. También el padre Pérez montaba guardia en esquinas y rincones estratégicos para comprobar el estricto cumplimiento de las normas. En una ocasión, alguien quiso hacerse el gracioso, imitando el sonido del gato, y se pasó todos los recreos de la semana maullando, en señal de castigo. Cuando salíamos a la calle, aunque se mantenían las filas, la disciplina era menos severa.