La lucha por la permanencia. Don Diego Fernández, 3

14-09-2010.
Excusas que trataran de deportes, de teatro o actividades similares, estaban condenadas al más completo de los fracasos. Por un lado, si cometías el error de decir que no habías podido estudiar por culpa del entrenamiento de fútbol o baloncesto para el partido del domingo, el cero era inexorable. Por otro, si elegías la Literatura y le comentabas que el padre Gallego nos había pedido para el día siguiente un trabajo de García Lorca, te hacías también acreedor a un cero igualmente inapelable y fatal.

En cambio, temas que hacían referencia a la religión, la moral o las buenas costumbres, la mayoría de las veces y debidamente expuestos, eran capaces de sacarte del compromiso sin más apuros. Eso sí, la técnica también contaba en gran medida.
La excusa que más éxitos cosechaba solía ser la siguiente. Después de escuchar tu nombre y comprobar que no tenías ni idea, con la sangre helada y el corazón prácticamente en paro, te acercabas a su mesa y, bajando la mirada y en voz apenas perceptible, susurrabas:
—Perdone don Diego, pero he estado ayudando a misa al padre Mendoza y no me ha dado tiempo a preparar este tema.
Si lo hacías muy serio y muy seguro, él con la mirada te indicaba que volvieras a tu sitio y habías resuelto el compromiso con limpieza y rapidez. También funcionaba, aunque con matices, la excusa del coro. Veamos algún ejemplo:
—Don Diego, no he podido preparar el tema porque vengo del coro.
¡Fatal! En cambio:
—Don Diego, no he podido estudiar, porque hemos estado preparando la Misa que cantaremos el domingo en la iglesia de Santa María —constituía un éxito rotundo y un problema solventado—.
Como puede apreciarse, la técnica en la exposición y los matices, junto con los modos y sistemas de comunicación eran casi tan importantes como los contenidos.
Pero volvamos con Pedro Moreno, al que hemos dejado en la pizarra, con las manos en los bolsillos, cabizbajo, moviendo los pies de delante hacia atrás, sin moverse del sitio, en espera de una frase benefactora procedente del “público”, que prolongase la amigable charla entre profesor y alumnos hasta la hora del patio; o de una sentencia adversa que lo liberase del sufrimiento, aunque no del suspenso.
Si no había frase salvadora, o no estaba la mañana para bromas, don Diego se limitaba a decir:
—¡Siéntate! —así, sin más censura, reprimenda o increpación.
Lenta y pausadamente, el bueno de Pedro, sin mirar a nadie, regresaba a su pupitre con la sensación de haber dado un gran paso hacia la fatalidad.
Si por el contrario el día era favorable, el “público” ingenioso y el profesor se prestaba, surgían las frases protectoras como:
—Don Diego, ¿cómo se pelan las gambas con tenedor y cuchillo? ¿Y la langosta? —o—. Don Diego, cuéntenos cómo son los hoteles de lujo.
Así iban lloviendo preguntas, cuyo único objetivo era continuar la charla hasta la hora del patio y salvar al compañero del desastre. La clase, entre broma y broma, se iba agotando lentamente. Mucho más lenta para Pedro que miraba su reloj y lo sacudía para asegurarse de que no se le había parado. Si había suerte, se salvaba del cero; si no, al menos se había intentado.
Había también preguntas-tabú, cuestiones prohibidas que nunca nadie se atrevió a plantear. Por ejemplo:
—Don Diego, ¿y usted, por qué no se casa? —o mejor—. Don Diego, nos han dicho que se casa usted este verano.
Impensable. A veces intentaba resistirse a nuestros turbios manejos y amenazaba con cortar por lo sano nuestras manipulaciones. Entonces, Ruiz Vargas, Miguel Damas, o el abajo firmante, en un último intento, nos atrevíamos a decir:
—Vamos, don Diego, cuéntenoslo. ¡Si se le nota que lo está deseando…!
Él se reía. Se le veía contento y satisfecho entre nosotros. Parecía imposible que aquel hombre hubiera sido el terror de tantas generaciones de alumnos. Y, sin embargo, lo fue.
Mientras tanto, pasaba la hora, la clase terminaba y el afortunado que estaba en la pizarra, solo ante el peligro, podía respirar y recuperar el color, con la sensación de haber escapado de uno de los más serios peligros que nos acechaban.
Pero, ¿por qué cambió tanto con nosotros? ¿Por qué permitía aquellas bromas carentes de ingenio y de oportunidad? ¿Cuál era el secreto?

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