La lucha por la permanencia. Don Diego Fernández, 2

01-09-2010.-
Mi compañero mayor de correrías, Pepito Martínez, con quien coincidí en el internado de Villanueva, cursaba ahora en Úbeda segundo de bachiller. Yo, aquel año, finalizaba el Preparatorio. Durante el curso, él había estudiado y aprobado Francés y Latín ‑casi ‑. Su profesor de Matemáticas fue nada menos que el mismísimo don Diego.

—Prepárate, que el año que viene sabrás lo que es un “hueso” de verdad —me comentaba con la arrogancia propia del veterano—.
Para Pepito, don Diego era un profesor digno de tenerse muy en cuenta. En cambio, la primera impresión que transmitía era bien distinta. Su apariencia era tierna, su aspecto dulce, casi como un niño algo mayor. Se sonrojaba a la menor broma de cierta picardía. Pero nosotros no nos fiábamos de las apariencias; los hechos confirmaban que habíamos de estar muy atentos con él y actuar con suma precaución.
Tendía a bajito, extremadamente cuidadoso con la ropa, con los zapatos y con su aspecto físico.
Le gustaba hablar muy bajo, con su voz un tanto cascadilla. No tenía mucho pelo. ¡Perdón! Era calvo; pero calvo hasta el extremo, sin fronteras, total y absoluto: alopécico de solemnidad. Nadie osó jamás hacer la más lejana referencia, broma o chiste relacionado con sus carencias y escaseces capilares. No era sólo por miedo, sino también por cierto sentido de la sensibilidad y respeto hacia las peculiaridades físicas de los demás.
Don Diego se enfadaba poco, es decir casi nunca; pero si lo hacía, era capaz de helar la sangre a todos los de notable para abajo, entre los cuales me encontraba.
Tenía fama de duro y de suspender sin mesura. Se decía que habían sido muchos los alumnos obligados a dejar el colegio por suspender las Matemáticas. Como el culpable de los suspensos ‑y nunca de los éxitos‑ es siempre el profesor, don Diego fue un hombre denostado y sus detractores fueron legión; contrariamente a sus adeptos, que no podían contarse con los dedos de ninguna mano, simplemente porque, al ser tan pocos, nadie se planteó contabilizarlos.
Aquel año, don Diego fue la estrella más rutilante del cuadro de profesores de nuestro primer curso de bachiller. Conocíamos al resto más o menos; pero él gozaba de reconocida fama, a la que hizo honor sobradamente, suspendiendo a casi la mitad de los alumnos del curso y ratificando plenamente lo que ya sabíamos: ¡era un hueso de cuidado!
En lo personal no me fue mal con él. Aprendí a resolver los problemas de fracciones ‑plato fuerte del año‑ y la nota final fue holgada, sin apuros de última hora. En los años siguientes tuvimos en Matemáticas a don Sebastián López; y en Cuarto, nuestro profesor de Física y Química fue don Doroteo Ocaña. De esta forma, burlamos la presencia del terrible don Diego hasta llegar a Quinto, curso en el que nos esperaba con una Física de pronóstico grave y una Química decisiva y terminal en muchos casos.
Mi amigo Pepito Martínez, justificando sus temores, cayó en tercero, al no superar las “mates”, y hubo de abandonar el colegio. Hoy es mecánico en Badalona.
En septiembre de mil novecientos sesenta y tres, comenzaba nuestro sexto año en el colegio. A pesar de no haber tenido apenas clases con él, lo conocíamos y lo respetábamos. Nos gustaba saludarlo, al encontrarlo por los pasillos o en nuestras salidas a la ciudad. Siempre nos devolvía el saludo de forma correcta y educada. Al mismo tiempo, bajaba la cabeza y se sonrojaba imperceptiblemente, esbozando una leve sonrisa, entre agradable y maliciosa. Su prestigio ante nosotros era total; su dureza, también. Algún compañero nos comentó que era de Almería, de buena familia. Al parecer, sus padres eran dueños de una tienda y, ¡claro!, ello le permitía comprarse las camisas de dos en dos. En aquella época, estos detalles nos hacían pensar en un mundo de lujo asiático y bienestar sin límites. Pero volvamos al aula. Sus clases, no se sabe por qué razón misteriosa, con el tiempo atravesaron una metamorfosis que todavía hoy no acierto a explicar. Al principio, el miedo y la cautela fueron las líneas maestras de nuestro comportamiento. No obstante, poco a poco y como hacen todos los alumnos, íbamos probando para ver hasta dónde llegaba su grado de humanidad; es decir, dónde finalizaba la frontera de su tolerancia y permisividad.
Era en verdad un juego peligroso, por cuanto que era capaz de “encasquetarte un rosco” sin perder un ápice de su habitual buen humor. Si le hacíamos enfadar, la cuestión era ya mucho más grave y las consecuencias lamentablemente muy previsibles.
Por tanto, y para pulsar el ambiente al comienzo de las clases, lanzábamos frases en forma de globo sonda, aparentemente inofensivas, pero altamente eficaces, para detectar su estado de humor y predecir el grado de dureza o diversión de aquel día.
—Don Diego, usted debe tener mucho dinero en el banco…
Aclaro que casi ninguno de nosotros, a los quince años, sabía qué era un banco, cómo funcionaba ni que el salario de don Diego, por aquel tiempo, debía de rondar las dos mil pesetas. Si no contestaba o se limitaba a sonreír y a sonrojarse levemente, aceptando la broma, habíamos dado en el clavo y la clase se prometía alegre y placentera. Si, por el contrario, se ponía serio, abría el libro y miraba el bloc de notas, inmediatamente bajábamos la cabeza para no encontrarnos con su mirada. En ese momento, conteniendo la respiración, nos hacíamos los distraídos, esperando con verdadera angustia que sonara un nombre que no fuera el nuestro. Él nos miraba sonriente, disfrutando del momento, adivinando el miedo que nos invadía, contemplaba nuestras cabezas bajas, mirando el libro, sin elevar la vista, por miedo a que nos mandara salir a la pizarra. Lo sabía y se divertía con la situación.
Tras un tenso e interminable silencio, leía al fin uno de nuestros nombres:
—¡Pedro Moreno, a la pizarra!
Para nosotros eran diez minutos de tranquilidad. Para Pedro todo era distinto: bien distinto. Solo ante don Diego, volvía hacia la clase su mirada, suplicante, en demanda de ayuda. En Física no era fácil ayudar desde la grada, escabullirse, ni salirse por las ramas. O conocías el tema y hacías una faena de aliño rápida y aseada, o no lo sabías y habías de sufrir la tortura de aquellos interminables diez minutos.
La seriedad de don Diego tenía sus grados y nosotros lo sabíamos. Por tanto, había que volver a lanzar otra “frase sonda”, con la intención de modificar o ratificar la información anterior. Sabíamos también qué temas no tenían ningún futuro o eran capaces de enfadarlo más aún y también cuáles eran capaces de provocar el milagro. Por otra parte, si estabas totalmente “pegado”, podías recurrir a una excusa liberadora que te sacara del difícil trance.

Deja una respuesta