31-08-2010.
¿Qué hacer con quienes no se quieren salvar?
Esta es una pregunta que en la actualidad, si se realiza desde sectores religiosos y para la cuestión religiosa, es respondida caritativamente: rezar por ellos. Si estos sectores son menos caritativos y tienen rescoldos de épocas pasadas, nos responderán: obligarlos. Si el remonte de época es brutal, con la tal brutalidad nos responderán también: matarlos.
De forma más general, el dilema surge cuando planteamos hacer cambios o que se admitan y asimilen cambios en las formas de pensar y de actuar de sociedades y colectivos numerosos, en naciones o incluso en zonas geográficas amplias; los cambios que nosotros, los de la llamada “civilización occidental”, queremos introducir y patentar. Que, como son los nuestros y se nos han demostrado, hasta cierto punto, eficaces (a nosotros) propugnamos importar urbi et orbi.
Se importaba religión; ahora se importa un todo de doctrina y creencias sociales y económicas, surgidas de la evolución de la mentalidad del hombre occidental, tras el pase por diversas fases históricas de modo acelerado (si tenemos en cuenta el otro ritmo que las demás civilizaciones y culturas han mantenido). En este empeño estamos: el que enmascara desde luego otras intenciones no tan supuestamente sanas.
Y en la gran encrucijada nos encontramos. Pues decimos: vamos a imponer la democracia en esos países (imponer, no poner ni reponer, pues nunca la tuvieron ‑al menos, de acuerdo con nuestras pautas‑). Impondremos una forma de gobierno y de gobernar más libre y justa. Y nos empeñamos en ello sin mencionar, desde luego, que bajo esta cobertura idealista se encuentran otras finalidades no tan nobles ni tan explícitamente declaradas. Son las mismas que se tenían en tiempos del colonialismo clásico, aunque este no necesitaba coartadas para existir ni imponerse.
Pero es que, en gran parte de los territorios en los que pretendemos sembrar nuestras doctrinas, estas les importan un verdadero pimiento. Así de claro: es que no es ni importante ni prioritario el que se les administre una idea alejada de sus vivencias tradicionales y de sus creencias. Su filosofía de vida ni concuerda ni nunca se ajustará a la vida que a nosotros nos ha generado el desarrollo de nuestra filosofía. Y, no teniendo esta, no pueden alcanzar aquella.
Mandamos, incluso, soldados a un enfrentamiento estéril en el que únicamente se generan muertes y odios: más muertes, más odios… Total, ¿para implantar una democracia más abstracta que su mismo nombre?; ¿para erradicar la barbarie a la que, sin embargo, se aferran y respetan?; ¿para cuidar que se cumplan los principios emanados de una Carta de los Derechos Humanos que les sobra, y que ni quienes se los imponen los respetan…?
Hay que replantearse ya toda la estrategia adoptada hasta ahora al respecto. No estamos en tiempos de imposiciones, cruzadas y conquistas, que solo generan odios y afrentas que estallan irremisiblemente, más temprano ya, que tarde. No propugno yo (¡infeliz!), con esto, una rendición ante nada ni nadie, porque no hay rendición de nuestros principios; sino, simplemente, la sabia decisión de dejar que cada sociedad busque su camino, a su ritmo y a su forma. Y, la nuestra, que siga actuando desde el ejemplo, que es la mejor forma de llegar al convencimiento.
Así que retirarnos de Afganistán es perentorio. Dejarnos de balandronadas es necesario. Exigir respeto y exigírnoslo es vital para darnos credibilidad. No mostrarnos débiles no tiene que ver con lo anterior; no es deshonroso seguir construyendo nuestros idearios, nuestra civilización, haciendo que su influencia crezca por su misma virtud, que es mucha. Imponernos en estos países, en que todo va en contra de nuestra historia, no ha dado nunca resultado (ni en África, ni en Asia, e incluso en partes de América).
Y si hay quienes, por sus meros intereses geoeconómicos, tienen mucho que perder si abandonan, pues que ellos se lo resuelvan en hora buena. ¿Los tenemos nosotros, España…? Dígasenos entonces la cruda verdad.