Las décadas, 28

03-08-2010.
60/70, VII
El apartamento, en donde Javier Tobajas y su compañero, el seminarista mejicano, cuidaban al niño de los Lasa, estaba en la planta baja de un edificio de cinco pisos. Era uno de los tres inmuebles que la alcaldía de Friburgo había hecho construir rápidamente, para poder alojar, a un precio razonable, la avalancha de emigrantes que llegó a finales de los años 50. Durante el mes de agosto, muchos de los emigrantes pasaban las vacaciones en su tierra y dejaban la llave de la entrada a algún paisano o amigo para que se encargara del gato, de los canarios o de las macetas.

El pequeño de los Lasa ya se había dormido y, desde hacía un buen rato, los dos seminaristas jugaban a las cartas. A los dos les encantaba el póquer. A falta de dinero, las monedas o los billetes eran substituidos por garbanzos, habichuelas y lentejas, con la firme promesa de que «Quien perdiera, algún día pagaría la cantidad perdida».
Para agradecerles de antemano el favor, Mikel Lasa les había dejado sobre la mesa del saloncito un paquete de tabaco, una botella de tinto riojano, taquitos de queso Gruyère y unas bolsas de patatas fritas. Cuando Javier encendió la luz y abrió el ventanal que daba al exiguo balcón del saloncito, vio que su sombra se proyectaba en la fachada del inmueble de enfrente, así como otras siluetas desbaratadas y dispersas de personas de su propio inmueble.
El compañero mejicano de Tobajas, Serafín Sepúlveda ‑Sesé, como él lo llamaba‑, era un joven de unos 22 años, de mediana estatura, con la cara más triste que la de un polaco, muy moreno, regordete y nervioso. Cuando Javier barajaba los naipes del póquer, Serafín no dejaba de mordisquearse las uñas; y cuando a él le tocaba barajar, sus dedos finos y expeditivos se movían con un extraño temblor. Tan nervioso se ponía Serafín, cuando jugaba al póquer, que no dejaba de barajar las cinco cartas recibidas, de remover sobre la mesa su capital de garbanzos, habichuelas y lentejas, de rascarse el cráneo o de mesarse la barbilla. Y este nerviosismo le traicionaba. Porque Javier, con su proverbial placidez, por no decir flema, había observado las diferentes actitudes de Serafín tras el descarte; un descarte al que nunca procedía si no había recibido por lo menos un trío. A partir de ahí, si Serafín, Sesé, se mesaba solamente la barbilla era porque había conseguido ligar un full, por lo menos de ases; en cambio, si jugueteaba con los garbanzos y mostraba cierto desinterés por la partida, observando a través del ventanal el reflejo de figuras en la fachada de enfrente, ello significaba que había ligado un póquer; y, finalmente, si no había conseguido ligar nada, Serafín levantaba sus ojos de carbón, bebía un largo trago de tinto y miraba de manera desafiante, casi impúdica, a Javier. Jugando al póquer, Sesé era para Javier un libro abierto. Y Javier arriesgaba con parsimonia sus lentejas, garbanzos y habichuelas, a sabiendas de que al final los dos volverían al punto de partida.
Serían algo más de las diez de la noche, cuando dedujeron que alguien había encendido la luz del salón del piso contiguo porque, de golpe, en la pared opuesta se vieron reflejadas varias sombras. Pertenecían a personas de ambos sexos. Las voces y las risas eran de gente joven. Algunos se asomaron al pequeño balcón. Poco después, se oyó música que, sin duda, procedía de un tocadiscos. El tabique que separaba los dos salones era tan delgado que Javier y Serafín podían oír perfectamente los rocks and rolls de Johnny Hallyday o de Elvis y los slows de Salvatore Adamo. Las risas y las voces cesaron y se oyó que alternaban golpes atenuados de zapatos con absolutos silencios.
De pronto, Serafín depositó sus cartas sobre la mesa, se fue rápidamente al interruptor de la luz y dejó a oscuras el salón. Las sombras de enfrente cobraban entonces volúmenes grotescos y se movían tan enlazadas que apenas se distinguían los respectivos brazos. Serafín contemplaba el espectáculo de sombras como si de un teatro se tratara. Había dejado el ventanal abierto y cerrados los visillos, a través de los cuales observaba las figuras, cada vez más sorprendido, nervioso y excitado.
Poco después, una sombra se fue aproximando al balcón de la fiesta hasta apoyar sus manos sobre la baranda. Durante unos segundos, estuvo mirando de un lado para otro; se frotó las manos y observó luego el espléndido cielo, repleto de estrellas. La luz a su espalda proyectaba en la pared la figura de un hombre alto y fornido. Javier Tobajas creyó ver en ella al ‘Perola’, el asturiano que solía organizar guateques para los emigrantes españoles, los fines de semana. Al cabo, la sombra volvió al salón y cerró el ventanal. Poco después, la luz del salón se fue tamizando y de la música apenas si se oían, del otro lado del tabique, compases ingrávidos mezclados con pequeños quejidos de mujer y jadeos de hombre. Serafín, Sesé, en el colmo del arrebato y con la sotana arremangada a la altura de las rodillas, le dijo a Javier que iba un momento al váter. Volvió media hora después con el rostro enrojecido y la mirada ausente. En el salón ya no había nadie. Javier se había ido al dormitorio para comprobar si el niño de sus amigos seguía durmiendo. Serafín se bebió de golpe y con azoramiento un vaso de vino; y, acto seguido, se echó de espaldas sobre el pequeño sofá, con los ojos clavados en la oscuridad del techo. Javier, entretanto, arrodillado al borde de la cama, contemplaba al niño dormido. Sus labios parecían murmurar una plegaria.
La noche y el silencio se apoderaron del inmueble. Una llave giraba lentamente en la cerradura de la puerta del piso de los Lasa. Mikel y Lourdes avanzaron a oscuras y de puntillas por el pasillo. Encontraron al seminarista mejicano, que roncaba suavemente, tumbado sobre el sofá. A Javier lo hallaron en la habitación del niño. Dormía de rodillas con la cabeza apoyada en el borde de la cama y una mano sobre el pecho del pequeño. El silencio era total.
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