
No creas, amigo Cirno, que mis silencios obedecen a flaqueza de la memoria o a suspensión de ánimo, ni mucho menos. No tienen lagunas mis recuerdos de aquellos días, ni mi espíritu se siente indispuesto: sólo me hallo herido por el ulular de perros que me arrebatan y que en las madrugadas me hacen levantar de mi camastro y me arrastran a la calle a buscar consuelo en las ráfagas frías de la lluvia o en el vientecillo que precede a la aurora. Piensa que si los puercos se revuelcan en el fango y en la suciedad, y las aves de corral en el polvo, la ceniza y los desperdicios, el hombre, aun siendo un ser superior a las aves y a los cerdos, tiene derecho a revolcarse en el cieno de sus propios secretos y en el lodo de sus debilidades.
Nunca pretendí asemejarme a los dioses, ni en el esfuerzo de la batalla, ni en las intrigas del poder, ni en el ejercicio de los versos. Deseé siempre hacer mi voluntad y cargar con mis jorobas, pues a aquellos los tuve con frecuencia por mezquinos. Cuando a veces veía al pueblo empeñado en revueltas y a los nobles atareados sólo en buscar soluciones beneficiosas para los de su clase, yo tiraba por la calle del medio y me iba a buscar soluciones, escuchando las historias de otras tierras y otros dioses que los marineros contaban en las tabernas del puerto. Oyéndolos, me daba cuenta de que la verdad no era única, ni nadie la posee como privilegio, ni la transmite con exactitud. Así me fui poco a poco apartando de la ortodoxia, manteniendo mi espíritu abierto a otras formas de pensamiento y a otras normas de conducta.
¿Podemos apurar este jarro de vino, mi buen Cirno paciente, y pedir otro de camino, que nos ayude, a ti a soportar mis palabras y a mí a poner en claro mis recuerdos?
Tú eres muy joven aún, demasiado quizás, y te empeñas en tareas difíciles, mitad por tu propio deleite y mitad por encargo de tus maestros. Pretendes recoger con exactitud de escriba egipcio estos recordatorios, y no sé aún quién te ha hablado de mí, ni quién te puso tras mis huellas. Te diré que si para muchos es importante la palabra y el lenguaje suntuoso, yo he huido de él. Mi lenguaje ha sido mordaz, incluso conmigo mismo. Desgraciado es el poeta que se compadece de sí y lloriquea como una mujerzuela. Desgarrado debe ser el buen poeta trágico, y patético; y el que canta al amor y a los placeres debe hacerlo con el seguro soporte de la ironía, puesto que ni el primero ni los segundos duran lo que la parva en la era.
Denigrante es ver a esos poetas que alardearon de independencia en su juventud y dilapidaron su fortuna y, una vez instalados en la dolorosa vejez, reclaman el auxilio de los poderosos para hacerla más llevadera. No soy yo de esos. Quien quiso ser un disidente, que lo sea hasta el último día de su vida, y no recurra a las limosnas de los gobernantes, que no buscan en la poesía otra cosa que argumentos para engañar al pueblo. No hay mayor dignidad que morir tal como se ha vivido. Y si la muerte te sorprende en desamparo, acéptala, pues así se ha elegido.
A mí la vida me la da el vino. Es justo, sin embargo, que reconozca que mientras a unos los licores les desatan la lengua y los hace malhablados, como rameras que buscan clientes, a otros los sume en silencios tan profundos que podría creerse que jamás conocieron la palabra y que su lengua fuera tan pesada como una espada hitita. A los menos, tan escasos como las primeras golondrinas, el vino les da la lucidez, el conocimiento. No me creas jactancioso si te digo que yo me encuentro entre estos últimos.
He probado el vino de todo los burdeles de Esmirna, de todas las tabernas de los puertos de Beocia, de los campamentos de las orillas del río Meandro. Por borracho me expulsaron de Pilos y Corinto, no me admitieron en Argos y quisieron esclavizarme en Esparta. A los caravaneros que hacen las rutas del Helosponto hasta Anatolia, vendí mis versos a cambio de un buen jarro de vino duro de la antigua Calcia. También los nobles me invitaron a su mesa, y yo sabía que su intención era exhibirme, como se muestra encadenada una leona del desierto o una canasta llena de cobras. Aceptaba su paga y me convertí en un exhibicionista, en un impúdico que encelaba con mis palabras el desprecio que sentía por todos aquellos que me daban de comer y me ofrecían exquisitos vinos dulzones, rubios y suaves como las nalgas de los adolescentes o los pechitos de las niñas. Así querían desatar mi lengua soez. Aprovechaba la comida, la cama, el baño en sus estanques para reparar fuerzas; y los masajes de alguna esclava oscura para, al final, terminar entre los brazos de una sirvienta joven o de algún invitado solícito.