El internado, 2

04-07-2010.
Invierno de 1953
La vida transcurría de una forma metódica, rutinaria si se quiere, respondiendo a un plan organizado de actividades educativas, lúdicas y académicas. Con el tiempo, cada una de las realizaciones y ocupaciones de cada uno de los días de la semana, se hicieron habituales y marcaban nuestro ritmo vital y todo era normal, desde el canto del himno nacional con el brazo levantado, al izar la bandera en el patio, antes del comienzo de las clases, hasta la frecuencia con que visitábamos la capilla.

Al margen de que la educación estaba determinada por los condicionantes sociales de la época y la institución religiosa que la impartía, nosotros, hijos de familias modestas, éramos unos privilegiados al recibir una educación y una formación académica, en hábitos y en valores que difícilmente hubiéramos conseguido en el ámbito familiar.
La preparación académica era elevada. Respondía al estilo y métodos vigentes: memorización de contenidos en todas las asignaturas incluidas en el plan de estudios que dictaba la ley; un dominio absoluto de las materias básicas instrumentales, como eran la lectura, la escritura y ortografía, el cálculo, las operaciones y los problemas matemáticos. La expresión oral, la creatividad, el trabajo en equipo, la espontaneidad y la opinión en diálogos y debates y otros aspectos que pudieran reforzar el protagonismo del alumno, no tenían cabida en los programas. Las clases se impartían en absoluto silencio: el alumno era un mero receptor pasivo de un abundante caudal enciclopédico. Ahora bien, lo que se aprendió en aquellos años escolares no se olvidó ya nunca más y nos sirvió de excelente base para estudios sucesivos.
Creo que los profesores y educadores, en líneas generales, eran buenos y actuaban con profesionalidad, haciendo su trabajo lo mejor que sabían, podían y se les permitía. Tengo la imagen de muchos de ellos y me vienen a la memoria los nombres de don Carmelo, don Rogelio y don Arsenio, que me dio clase en mi último año del internado en Villanueva. Guardo de todos buenos recuerdos y les agradezco su empeño por prepararnos bien y seguir adelante en nuestros estudios, al esfuerzo y al sacrificio, a la continua superación, utilizando los recursos de calificaciones periódicas para informar a nuestras familias, las menciones, diplomas y medallas honoríficas que, si bien estimulaban a los que las conseguían, desalentaban bastante a los que no llegaban a ellas. La disciplina era dura, acorde con los tiempos, impensable de aplicar en los tiempos actuales y los castigos frecuentes. De todos ellos guardo una imagen triste y dolorosa, especialmente de dos de ellos: la correa de un profesor sobre la espalda y el trasero de unos alumnos, en los cuartos de aseo; y las horas pasadas de rodillas sobre el suelo del dormitorio, ante un crucifijo casi en penumbra, mientras que el resto de los compañeros dormía plácidamente. A veces, el profesor sancionador se olvidaba de los niños castigados y el amanecer los sorprendía durmiendo rendidos sobre las baldosas heladas del suelo.
El consuelo, en los momentos malos, lo encontrabas con la almohada, imaginando a tu madre, a algún hermano, o a algún compañero más allegado a ti. No podías quejarte a tu familia, porque la reprimenda estaba asegurada, con la consiguiente amenaza de un futuro muy negro, si llegaba la expulsión del colegio.
Inevitablemente, las relaciones con la familia se iban enfriando y distanciando, a la vez que la convivencia con los compañeros y alguno de los profesores se apretaba, con el transcurso de los días. En las visitas que cada domingo nos hacían nuestros padres y familiares, nos preocupaban dos cosas especialmente: las viandas caseras que nuestra madre nos preparaba y el informe que algún educador o el mismo director proporcionaba sobre nuestro rendimiento y conducta, deseando por todos los medios que no fuera negativo.
Visto desde ahora, imagino que no sería agradable para los padres sentir día a día la ausencia en casa del hijo, aunque les compensara la seguridad de que estaba en buenas manos, labrándose un porvenir prometedor. No puedo olvidar además el sacrificio económico que suponía para ellos la preparación del vestuario y materiales exigidos y apropiados para cada curso escolar. Cada prenda de vestir debía ir marcada con el número asignado al niño. Y en los días de vacaciones, la madre te hacía disfrutar de las delicias matanceras y los dulces que ella misma había elaborado y guardado, y que en el colegio no formaban parte del menú.
Resultaba difícil reconocer por un niño todo este esfuerzo y este cariño de los padres, ocurriendo a veces que el contraste entre la humildad y las limitaciones del ámbito familiar y la planificación, “solemnidad” y amplitud de medios de la vida colegial inducían al niño a creerse superior, desacreditando o minusvalorando las ideas y sentimientos de las personas de su entorno familiar, aunque sin atreverse a manifestarlo.
A medida que maduras y tú también llegas a ser padre, entiendes lo poco agradecido de nuestro comportamiento y una espina ácida te acompaña ya para siempre. Pero para ellos, con ver que, después de Villanueva, continuabas en la Safa de Úbeda y conseguías finalmente tu título de maestro, en una u otra especialidad, se consideraban sobradamente felices, satisfechos y pagados.

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